Escribí “Las gallinas de Kauai” con el deseo de entrar, al menos desde una posición imaginaria, acaso hiperbólica –sabemos: condición de las ficciones–, en aquellos circuitos de la literatura de los que uno nunca será parte. Alejado de la pretensión de cualquier crítica, es más una valoración y un gesto de nostalgia por ese escritor que ya he perdido. Una versión de este relato integra una serie de textos autónomos, destinados a la colección de la Oficina Perambulante, proyecto de publicación de libros en pequeño formato, de diseño y armado artesanales. Las tapas de los ejemplares están hechas con cartones que voy encontrando por las calles y otros que me regalan. No se trata de una cartonera tradicional; además del pequeño formato, cada tapa puede hacerse, por ejemplo, con una caja de té o una de arroz. Ya llevo veinte títulos propios en la Oficina Perambulante, a los que estoy sumando otros de autores invitados, rescates y ediciones especiales de artistas visuales. Este sistema de circulación, si bien no traza relaciones con el universo literario que aparece en el cuento, es afín en que a su modo comparten cierta posibilidad de lo inmediato: el vuelo rasante y corto de una historia cuando encuentra con rapidez algún destino.