Los príncipes y mendigos de los años 90, los que escribieron un mapa alternativo de Londres como psicogeógrafos musicales, teóricos de la noche, las adicciones, con un glamour pegoteado de lágrimas. Suede no fue la banda más famosa de la década del brit pop pero fue de las más importantes y díscolas: protagonistas de dramas propios, enamorados de un mundo andrógino y urbano donde vivían con J.G. Ballard y David Bowie. Su carrera, con demasiadas tapas de Melody Maker y NME, y deserciones traumáticas –las de Justine Frischmann y Bernard Butler–, se terminó en 2002, también con teleteatro: Anderson adicto al crack; Neil Codling, el hermoso y frágil tecladista, enfermo y obligado a pasar un año en reposo; un disco flojo, A New Morning, que provocó la desbandada y la caída de la popularidad. Brett Anderson hizo discos solistas buenos pero ignorados y ni siquiera su reunión con el ex guitarrista genio y abandónico Bernard Butler para The Tears llamó la atención. 

En 2010, Suede se juntó entre regañadientes y nostalgia para un tour de grandes éxitos que resultó sorprendente: había mucha gente que quería escuchar las canciones y la química entre ellos seguía en llamas. Mat Osman, el bajista, manejaba una camioneta –no había ahorrado mucho–; Richard Oakes, el guitarrista, estaba retirado y costó convencerlo de volver; Simon Gilbert, el baterista, ni siquiera vivía en Gran Bretaña; Neil Codling, bastante recuperado, tocaba en la orquesta Penguin Cafe y había sido parte de la banda de Natalie Imbruglia. Brett Anderson los arengó y Suede obtuvo su segunda vida creativa que, con tres discos editados desde 2013, ya es tan interesante como la primera. Esto casi nunca le pasa a los grupos y menos a los que fueron cronistas y apólogos de la juventud. ¿Cómo evitar la autoparodia? Suede, hoy, explica cómo con una lección de madurez. Primero fue Bloodsports; tenía hits pop como “Snowblind” o “It Starts and Ends With You” pero también canciones tristes y grandiosas como “Faultines” o “For The Strangers”. La línea se acentuó con Night Thoughts, el excelente disco de 2016 que se editó acompañado de una película: lúgubre y elegante, guardaba muchas de sus mejores canciones, como “The Fur and The Feathers” o “I Can’t Give Her What She Wants”.

Sin embargo, ninguno de esos dos discos preanunciaba el sombrío e imponente The Blue Hour. La hora azul del título se refiere a ese momento del cielo que da paso a la noche, el color previo a la oscuridad. The Blue Hour está recorrido por una narración sencilla pero tenebrosa: un niño se pierde en el campo. Éste no es el campo británico de jardines y mansiones de piedra. Se parece más al páramo donde Ian Brady y Myra Hindley llevaron a sus víctimas infantiles en los ‘60; también a un refugio de ocultistas y escondite de perversos. Neil Codling dice que buscaron, en ciertos pasajes, el clima del folk horror, ese subgénero esquivo: el horror de los caminos abandonados, de los bosques apenas tocados por la urbanización, de las casas lejanas con sus luces encendidas, de los lagos olvidados y los pueblos vacíos. Brett Anderson vive ahora en el campo, después de escribir casi todas sus canciones inspirado por Londres. Su mirada, sin embargo, está lejos de cualquier idilio: lo obsesionan las pilas de colchones abandonados, los alambrados, los puentes sobre la ruta, las autopistas, un paisaje recorrido por M. John Harrison, Ian Sinclair y Ballard, antes por Arthur Machen; un paisaje de fin del mundo donde todo es posible, los cuervos están desatados, los hombres tienen cara de zorro y también son predadores, el hijo está más desprotegido que en la ciudad; aquí las canciones de cuna son retorcidos cuentos de hadas, el pasado acecha y la magia es tan negra como la piedra espejo de John Dee.   

El más chico de los hijos de Brett Anderson se llama Lucian y aparece en The Blue Hour. Es el niño que se pierde en el disco: varias canciones están separadas por breves interludios desesperantes en los que se escucha a los adultos buscándolo en vano. ¿Por qué se fue? ¿El padre tiene una nueva mujer y el chico se sintió apartado? ¿O se lo lleva alguien, seduciéndolo con rosas salvajes? En otro interludio el niño aparece enterrando algo junto a su padre, algo que no se menciona; antes un spoken word habla sobre encontrar un pájaro muerto y se eleva el fantasma de Ted Hughes. 

The Blue Hour es un disco británico y literario y personal: está obviamente influenciado por el libro de memorias de Brett Anderson, Mañanas negras como el carbón, dedicado a Lucian, que explora su infancia suburbana en una vivienda social y la compleja relación con sus padres. También tiene las músicas más potentes de la carrera de Suede. The Blue Hour se editó el 21 de septiembre pasado, el equinoccio de otoño del Hemisferio Norte, cuando las sombras empiezan a hacerse largas y los bosques dejan de ser paseos. Lo produjo Alan Moulder, histórico colaborador de Jesus & Mary Chain y Ride, con la colaboración crucial de Neil Codling, que se ocupó de los arreglos de cuerdas y de los pasajes más oscuros. “As One”, la primera canción, es una introducción terrorífica, con la voz de Anderson al límite, la aparición extraordinaria de la Filarmónica de Praga, coros gregorianos y una letra inquietante: “Cuando sonríe se ve como un zorro/ pero cuando me abrace seremos como uno// Aquí estoy, hablando con mi sombra, la cabeza entre las manos”. Poco después “Beyond the Outskirts” es pura tristeza sentada junto a cercas de alambre y un riff rockero, sólido: “Soñando en pueblos chicos, tirando cartas al fuego”. “Chalk Circles” es la canción más bruja: guitarras de Black Sabbath, ese título que refiere a los círculos trazados para convocar entidades, los cantos marciales: “Ir adonde va el silencio”. La que le sigue, “Cold Hands” es casi un alivio –musical– aunque habla de parques de juegos infantiles vacíos, búsquedas en las colinas, querer acostarse en posición fetal. 

La segunda parte del disco empieza con “Life is Golden”, un himno Suede a la altura de “The Wild Ones” que remite de inmediato al David Bowie más épico. La tristeza es inaudita, sin embargo; el video, que filma con un drone a Prypiat, la ciudad abandonada y enferma después del accidente de Chernobyl, es una síntesis que recuerda a Robert Frost: nada dorado puede permanecer. Pronto llega la balada folk “All The Wild Places”, aire de madrigal con cuerdas y referencias a “La Belle Dame Sans Merci” de John Keats –otra pesadilla con apariencia de sueño grato en el campo–: “De todos los lugares salvajes que amé/ Fuiste el más desolado”. Y entonces el cierre: el par “The Invisibles” y “Flytipping”, canciones enormes y exigentes, que suben hacia el cielo, hasta que parece no haber un escalón más y sin embargo hay otro, y sigue. El verbo “Flytipping” se refiere a tirar muebles, ropa, cosas en desuso, al costado de la ruta o en cualquier parte que no sea un basural, una imagen de desperdicio y soledad; deshacerse de los objetos no como liberación sino como funeral. “¿Cuál es mi nombre, cuál es el tuyo? ¿Son nuestras estas cosas? ¿De qué sirvió todo esto? ¿Acaso nos engañamos con palabras bonitas?/ Gusanos en la tierra y los cuervos girando sobre nosotros”. ¿Están vivos los protagonistas fantasmagóricos de esta canción, que caminan por las banquinas? Las últimas palabras, antes de un final de guitarras que recuerda a My Bloody Valentine –Richard Oakes es enorme en este disco–, son románticas y vagabundas: “Y te llevaré a los bordes, cerca de las ortigas, de las rotondas/ Y cortaré rosas salvajes/ En los túneles, cerca del pasaje subterráneo”. 

The Blue Hour es un disco sobre la pérdida, lo amenazante y lo inevitable.  Sobre la posibilidad de un linaje contaminado por la desdicha, y el miedo a no poder evitar ese destino.