Al entrar en la curva me di cuenta de que uno de los amortiguadores delanteros no quería más. En realidad, más que darme cuenta fue el mazazo de una certificación; cuando el mecánico me había visto entrar el auto para un cambio de aceite, por la mañana, hizo su diagnóstico: amortiguadores que agonizan. No lo dijo así (nadie lo dice así, salvo en literatura), pero se entendía. Le dije que pensaba sacar el auto a la ruta. Los amortiguadores, dijo. Y agregó: ¿Hasta dónde? Dije el destino. Sacó cuentas, volvió a decir “los amortiguadores”, le dije que la ruta estaba impecable, me dijo “andá, bajo tu propio riesgo”. Pasé por la casa de un primo, le pedí el blazer marrón que siempre usa para casamientos y bautismos. En la estación de servicio compré pastillas de menta. En fin, nada nuevo: a mitad de camino el temblequeo en la dirección, amplificándose hasta morir en un golpe seco. Final de viaje, justo cuando iba a recibir un premio intermunicipal, importante porque era el primero y el único que recibiría. Es así: la mala suerte es mi canción, me persigue desde que nací. Bien, el mecánico algo había advertido sobre los autos heredados. No les conocemos las mañas, etcétera. Para qué hacerle caso. Salí a la ruta con el 404 que mi abuelo había dejado de manejar cuando murió su última esposa. En la curva brillante como un sable corvo puse a funcionar las balizas y prendí un pucho, con la actitud propia de quienes cultivan la paciencia. Sucedió al revés. Lejos de tranquilizarme, el cigarro de la esperanza me puso en órbita: metí mano en el auto, resuelto, como si supiera o porque sí. Por impotencia, ponele. No logré nada. Con un resto de sol en la espalda me puse a hacer dedo. A la media hora uno amagó a frenar, otros dos siguieron de largo. Pasó un camión que transportaba neumáticos y dejó ese olor a incendio. Tuve suerte con una camioneta cubierta con jaulas de pollos. El paisano no paraba de hablar. Ahora no recuerdo nada. Ovejas, decía. Miles de ovejas. Remarcaba “miles”. El futuro, decía. Yo no alcanzaba a entender la relación; podía ser algo religioso, podía ser un negocio con animales. Me preguntó qué hacía, le dije que era escritor, me dijo que él también era escritor. Me preguntó si no la conocía a Lily Nozza, le dije que no, le pregunté si no conocía a Pepe Farizano, me dijo que menos que menos: en la ignorancia nos emparejábamos. Le conté que venía de Belloso y que viajaba para recibir un premio, me dijo que él nunca había mandado sus cosas a concursos por temor a que le robasen las ideas, le dije “como si no sobraran”. Eso no le simpatizó. Dijo que los concursos estaban todos arreglados y no abrió la boca hasta que me soltó un saludo al bajarme, una vez que ya había cerrado la puerta. En la rotonda de entrada al pueblo había una estatua de un soldado y el fusil; de repente, en un efecto no buscado, apuntó con decisión hacia mi pecho. “Tirá, total ya estamos muertos”, le dije. Llegaba con tres horas y media de retraso. Caminé más de quince cuadras hasta la Dirección de Cultura. Ni el loro. Un sereno me indicó el restaurante donde estaban: “Joselito”, dos cuadras derecho y tres a la izquierda, en la puerta verde, dijo. Y puso el candado.

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Así llegué, las manos sucias de grasa y aceite, todo transpirado, el saco prestado hecho un acordeón. Alguien de Cultura me hizo firmar una planilla, me dio el cheque de trescientos cincuenta pesos y le dijo al mozo que me sirviera el menú. Pregunté quién había ganado el concurso. Alicia Mastantuono, dijo. Negué con la cabeza. No la conocía. Le resultó extraño. La autora de Semblanzas y reproches, dijo. Quise saludarla pero ya se había retirado. Los escritores del pueblo estaban entregados al alcohol y a la sobremesa. En la punta, bien cerca del baño, conseguí un lugar, al lado de la mujer que había ganado el segundo premio. Había viajado temprano, en remís, desde Covello. Le conté lo del amortiguador (resumido). ¿Así que sos de Covello? Tengo parientes ahí. Soy de Belloso. Casi vecinos, dije. Me confesó que no conocía a nadie y que estaba mejor así, sola. Que los escritores locales al principio le manifestaron un recelo que duró hasta los primeros vinos, cuando quisieron levantársela y ella fue dejándolos fuera de juego “sin decirles nada”. Le pedí los cubiertos porque el mozo no traía los míos, los limpió con su servilleta y yo hice lo propio con el mantel. Ella sonrió y dijo que era la primera vez en el día que sonreía. Antes, durante la entrega de premios, se había aburrido como una ostra. Le pregunté qué iba a hacer con la plata. Me dijo que la iba a poner toda en la fiesta de quince de su sobrina. En el vestido no: en la torta de cuatro pisos y en dos o tres lechones. El resto para los cajones de sidra. Me preguntó lo mismo, le dije que iba a gastarla en un amortiguador. Ella sonrió (segunda vez) y se encargó de que una de las últimas botellas de vino viajara de la primera línea de escritores hasta nuestro rincón. La tomamos muy despacio, como viejos conocidos. Ella dijo: estuvieron comentando que tu cuento es muy bueno. ¿Ah sí? Sí, eso dijeron los del jurado. ¿Y qué decían? No sé, no les entendí mucho. Que es muy original. No tanto, dije. Le pregunté por el de ella. Es un cuento sobre las gallinas de Kauai, dijo. Es medio raro. Contame, dije. Preferiría que lo leas. No, dije, quiero decir sí, voy a leerlo, ahora quiero que me cuentes sobre las gallinas. Ella dudó, y yo entreví por qué: era como presenciar el ensayo de un chiste. Al fin encontró en mi cara algo que le dio confianza como para arrancar. Bueno, dijo ella, el asunto es así. Hay una isla, la isla de Kauai que hace unos años fue destruida por un huracán. Las gallinas sobrevivientes huyeron al bosque y nadie se molestó en buscarlas. Fueron multiplicándose hasta hacerse un atractivo turístico. En Kauai, todos los gallos y gallinas llegan a la vejez, ¿sabías? Los huevos ya no se rompen en sartenes. Incluso cambiaron de tamaño, dicen que las gallinas de Kauai son más chicas que las de por acá porque comen otras cosas. Los investigadores aseguran que un día las gallinas van a echar a los humanos que viven en la isla. Lo escribí como una fábula. (En este punto, debo reconocer, la envidié un poco; a mí siempre las gallinas me habían parecido anodinas hasta más no poder, bicho “de poco vuelo” en todos los sentidos imaginables; desde chico desprecié el emplume barato de esos organismos cada vez más artificiales y confinados al engranaje más básico en la cadena de producción, en fin. Competían con las palomas. Cero sentimiento, es verdad; ideas que ya no mantengo hoy, pero al momento de charlar con ella un poco sí. Y por eso la envidié: le sacaba jugo literario a las gallinas y a la par desnudaba mi incapacidad para hacerlo. Lejos estoy de suscribir aquello de que la humanidad escribe siempre lo mismo y usé esa convicción en mi defensa: ella escribe sobre gallinas, en mi caso solamente había tenido una aproximación a las gallinas en plena crisis económica, cuando intenté armar un criadero que terminó en el desastre que todos los pobladores de Covello y de Belloso conocen al detalle -ella seguramente conocía la historia y por discreción evitó hacerme la pregunta sobre mi “plantel de ponedoras”, expresión que leí en un prospecto del INTA que me habían regalado cuando fui a preguntar; ella se puso a hablarme de gallinas y ahora que lo pienso había, aunque no pueda comprobarlo, algo de malicia soterrada- y que originaron mi mudanza a Balcarce por unos buenos meses, hasta que el escándalo se apagara.)

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Ah, dije. ¿Y por qué se te ocurrió escribir sobre esas gallinas? No sé, dijo ella. ¿No te parece fantástico? No sé, dije, por acá cerca hay chanchos y perros cimarrones, hasta gatos, supongo que es natural que los bichos nos den la espalda y armen rancho propio. Es bellísimo, dijo ella. ¿Qué cosa?, dije. Me distraje porque a esa altura del partido sólo estaba enfocado en comer hasta llenarme y tomar vino. La tapa de asado estaba tierna, para mí la habían hervido con un cacho de loza, en una olla a presión. Riquísima, se cortaba con el correr del tenedor. Una delicia. Ella arrimó otra canasta de pan y dijo que le resultaba increíble que un animal pudiera recuperar su estado salvaje, dejar de ser doméstico y avanzar sobre una nueva vida (para mí no era así, igual no se lo discutí). Te dieron el premio por un cuento que no habla de la zona, dije. Lo pensé, dijo ella. Es por otra cosa. ¿Qué cosa? (otra vez esa pregunta). Yo soy la hija de Juanita Gallinotti, ella trabajó acá de maestra y cuando se jubiló se fue a vivir a Covello (en silencio hice la asociación estúpida entre “Gallinotti” y “las gallinas de Kauai”). Me parece, dijo ella, que me lo dieron por respeto a su figura. Seguro que mi fábula no les gustó, porque no dijeron nada. No me importa, ¡si yo no soy escritora! Saqué todo de internet y lo hice por mi sobrina. Me salió bien, ¿no? Tengo el cheque. Igual ellos hablaban todo el tiempo de tu cuento. Que esto, que lo otro. Ahora estoy intrigada. ¿Sobre qué es? Sobre mi vieja, dije. Sobre mi vieja enferma en el campo. Ah, dijo ella, y no quiso saber más. Levantó con lentitud exagerada su vaso de vino; copié el ademán y cuando el brindis estuvo a punto de producirse, ella aceleró el gesto y borró las dos cosas, la posibilidad de la celebración y el vino tinto que le quedaba. Le dije que traía una copia pero que la había usado para limpiarme la grasa del auto. Después te lo alcanzo, te venís para Belloso o voy para Covello. Bah, si querés. Bueno, dijo ella, y se arregló un poco el pelo. De golpe imaginé todo: un noviazgo, chicos, ir juntos a San Andrés de Giles por trámites o a entretenernos en la Fiesta Provincial de la Galleta de Campo. No sé si quería eso. Le pregunté si conocía algún mecánico en Covello. Me dijo que era el mismo que trabajaba en Belloso. Igual mi padre se da maña, arregla tractores, si querés te lo puede revisar, dijo. Los de Cultura gritaron, ovacionaban a alguien que también había llegado tarde, más tarde que yo. Le pasé mi número de teléfono. No me animé a pedirle el suyo.