Falta una semana para la vuelta decisiva de las elecciones brasileñas y todo indica que el ultraderechista Jair Bolsonaro será presidente. Lo acompañan generales retirados cuya característica común es un arraigado reaccionarismo (más que conservadurismo) y seguido por un vasto séquito de militantes exacerbados en su racismo, su homofobia, su misoginia y sus ganas insaciables de violencia. Su opositor, Fernando Haddad, del Partido de los Trabajadores del ex presidente Lula da Silva, hasta ahora no logró remontar la significativa diferencia que lo separa del ultraderechista. Tendría que revertir, de hoy al domingo, unos dos millones de votos al día.

Lula sigue siendo el más popular presidente de al menos las últimas seis décadas en Brasil. Impedido de disputar la elección a raíz de una prisión ilegitima y arbitraria, nombró como sucesor a Haddad, quien sigue siendo considerado como el ministro de Lula que revolucionó el escenario de la Educación en el país. ¿Cómo explicar que luego de un largo periodo en que el país experimentó cambios sensibles en el cuadro social y conquistó un espacio hasta entonces inédito en el panorama mundial el electorado se incline ahora hacia un descerebrado que defiende la tortura, la dictadura, se declara “ho-mo-fó-bi-co”, entre otras aberraciones? 

La verdad es que en el calor del cuadro en que el país está sumergido resulta difícil entender y más explicar cómo se llegó al punto en que llegamos. Como en los accidentes aéreos, no hay una sola razón, sino un conjunto de factores que contribuyeron, unos más, otros menos, para el desastre de proporciones dramáticas que amenaza a mi país.

Ya en el ahora lejano 2013 manifestaciones callejeras aparentemente espontáneas pero con fuerte respaldo de los medios hegemónicos, presionaron al gobierno de la presidenta Dilma Rousseff, del PT, que no supo reaccionar. Al año siguiente, tan pronto supo de su derrota frente a la misma presidenta que se reeligió, el candidato Aecio Neves, del mismo PSDB del ex presidente Fernando Henrique Cardoso, anunció claro, clarito, que haría “lo posible y lo imposible” para tumbarla. 

A esa altura, la politización extrema de la Justicia ya había lanzado sus tentáculos al aire, en una amplia maniobra cuyo objetivo principal fue y es demonizar al PT en particular y desmoralizar la política y los políticos en general. Sumado a esas dos vertientes entró en acción, allá por 2015, el conglomerado de los medios hegemónicos (y, en el caso de la televisión, el casi monopolio de la TV Globo) de comunicación. 

De la junción de esas fuerzas –medios que manipulan escandalosamente la información, una justicia arbitraria en primera instancia y omisa en las superiores, una alianza burda entre Ministerio Público y Policía Federal, con ancha y generosa financiación del mercado financiero y el empresariados a grupos de extrema derecha– resultó primero el golpe institucional que destituyó a Dilma, y segundo (y definitivo) la absurda condena de Lula en un juicio plagado de arbitrariedades y la ausencia de pruebas. 

A la desinformación generalizada de las clases populares se juntó una clase media idiotizada. Y así se llegó a las elecciones más insólitas desde la retomada de la democracia: el franco favorito preso sin pruebas, los golpistas de 2016 sin candidato viable, y un desequilibrado lanzándose, pese a sus casi treinta inútiles años como diputado, como “algo nuevo que va en contra de todo lo que está ahí”.

Claro que hay que reconocer que el PT de Lula cometió equívocos, y que muchos de ellos fueron bastante serios. Pero es innegable que sus logros fueron mucho más importantes. ¿Por qué su electorado lo abandona?

Nada de eso, en todo caso, sería suficiente para entender la absurda estampida a la ultraderecha en los días previos a la primera vuelta, que situó a Bolsonaro en cómoda ventaja. Cuando se conocieron los resultados, tradicionales y respetados institutos de sondeo electoral vieron cómo sus informes fueron sumariamente demolidos en menos de tres días.

Quizá la explicación más plausible es lo que se descubrió el pasado jueves, faltando exactos diez días para la decisión final: un grupo de empresarios contrató a varias empresas cuya especialidad es provocar avalanchas de mentiras por las redes sociales, principalmente el whatsapp. Al menos quince millones de dólares, en una acción absolutamente ilegal y que viola todas las reglas de la Justicia Electoral brasileña, fueron destinadas a la más amplia y violenta red de distribución de mentiras contra Haddad y el PT. No hay antecedentes de semejante escándalo en la historia electoral brasileña. ¿Qué pasará? 

De momento, nada. El alto precio en dólares de la mentira resultó en votos. Y en la muy probable victoria de una aberración.