Parece increíble que este chico tan tremendo y tan precoz esté a punto de cumplir los sesenta. Para gran parte de la generación que era joven en los ochenta, David Leavitt era un bello muchacho rubio que con tan solo 23 años lograba remover el avispero y renovar el panorama literario de los Estados Unidos hasta nuestros pagos. El libro en cuestión era Baile en familia (1984). Con él se habló hasta de un nuevo género literario: el microrrelato que condensaba las complejidades de los universos familiares de los gays y las lesbianas. Recuerdo uno particularmente en el cual, una madre, presidenta de la asociación local de padres de lesbianas y gays, que llegaba al borde de un ataque de histeria cuando su propio hijo le presentaba a su novio. 

Ahora baja al hall del hotel, siendo el autor de ocho novelas, cincos libros de cuentos, una particular guía turística sobre Florencia y una biografía sobre Alan Turing. Leavitt lleva además a sus espaldas una demanda por plagio y un itinerario vital que lo llevó a residir como ciudadano afamado en New York, como campesino en una granja en el sur de Toscana (fruto de esa experiencia escribió con su marido el libro Una vida y una casa al sur de Toscana), luego en Florencia y desde hace unos años en Florida. Hace un par de semanas estuvo de visita en Buenos Aires (donde también vivió seis meses) como invitado en el marco del FILBA.

¿Qué estás escribiendo ahora?

–Estoy terminando una novela que va a ser parte de una trilogía que transcurre en el presente cercano, en el 2017, básicamente sobre la época de Trump.

Tiene personajes gays, presumo.

–Estoy escribiendo aquí en Buenos Aires y uno de los personajes es probablemente gay, bueno es gay (risas). Es diseñador de interiores. Eso es medio clisé. Estoy explorando particularmente el universo de los diseñadores de interiores. Tengo un gran proyecto para el futuro que es escribir sobre Jean Michel Frank. Y justamente esas investigaciones sobre Frank despertaron mi interés sobre el mundo del diseño de interiores

Escribiste mucho sobre los tiempos represivos en que florecían las relaciones entre hombres: la Inglaterra de entreguerras y la guerra civil española en Mientras Inglaterra duerme…

–En ese momento sentía que no había futuro. Lo escribí en un manifiesto. Me parecía una época demasiado tarde para las revoluciones y demasiado cercana para adaptarse al statuo quo. Y encima, a nuestro alrededor, el sida. Por eso miraba hacia atrás. Porque era como un escape. Pero no escape como escapismo. Era un escape porque cuando escribía sobre el pasado sabía cuál iba a ser el resultado. Si escribís sobre el presente no podés prever el futuro. Como escritor necesitaba esa distancia que incluía que sabés lo que ha pasado. Pero todo cambió desde que está Trump. Ahora estoy tratando de escribir sobre el mundo en que me encuentro.

Entonces ¿cambiaste tu posición con respecto a la literatura gay de la que renegabas? ¿Crees como tu admirado Cheever que, en tiempos como los de Trump y Bolsonaro la literatura puede resistir y cambiar el mundo?

–No estoy de acuerdo con Cheever. No creo que la literatura pueda salvar vidas o al mundo. Es muy importante. Pero esa es la pregunta, ante personajes como Trump o como Bolsonaro: ¿qué debemos hacer como escritores? Porque generalmente la literatura que es política no suele ser muy buena. Hay momentos en que hay muy buenos escritores porque despiertan frente a la necesidad imperiosa de hacer algo en estos contextos difíciles. Estoy terminando de resolver esa misma pregunta en la novela que estoy escribiendo. Es una pregunta necesaria, muy buena, difícil. Escribir sobre el amor es muy importante en los tiempos de Trump. Y también hay que escribir no directamente sino mediante metáforas y diferentes ángulos. 

Sin embargo, cuando había pocos relatos sobre gays y tus cuentos y novelas eran casi todos sobre gays, alivianaste mi vida, me hiciste sentir menos solo.  

–Gracias. Entiendo… En algunos momentos me pongo muy cínico, después se me pasa. 

EL HOMBRE DE LAS MATEMÁTICAS

En Alan Turing, el hombre que sabía demasiado, las matemáticas unen de manera romántica a Alan Turing y a Christopher Morcom. Lo mismo ocurre con Georges Hardy y Srinivasa Ramanujan en la novela El contable hindú. Hay muchas afinidades en ambos libros e inclusive flota la idea de que las matemáticas eternas pueden conectar al sobreviviente con el amado amigo muerto.  

Cuando eras joven te esforzabas por evitar las matemáticas y sin embargo terminaste escribiendo dos libros sobre matemáticos.

–Sí y basta (me lo dice en castellano provocando risas). Escribí el libro de Alan Turing por encargo. Y a través del libro de Turing empecé el otro. Eso me llevó al mundo de Cambridge antes de la gran guerra y a esas amistades homoeróticas que florecían en ese ambiente. Pero sobre todo me interesaba explorar la idea del genio como forastero e inmigrante. Ramanujan es el otro para la Inglaterra del momento. El otro en cuanto a color de piel y a exotismo. 

Turing se suicida comiendo una manzana envenenada. Vos aludís Blancanieves, al hecho de que a ella la fruta mordida solo la deja dormida hasta que el príncipe la despierta con un beso. Si se tratara de vos, ¿quién te despertaría? 

–Mi perro (risas). ¿Qué más podría pedir? Estoy casado desde hace 26 años con Mark. Pero la persona que me despierta a la mañana es mi perro. Solamente que a las 5 y 30. (Me muestra una foto de su perro desde su celular). Es un terrier británico y muy viejo también. 

En tu primera novela, El lenguaje perdido de las grúas, un hijo y un padre salen al mismo tiempo del closet. ¿Te basaste en algún referente real para crear la historia? Jean Cocteau habla de la posible homosexualidad de su padre en El libro blanco y lo propio hace J.R. Ackerley en Mi padre y yo.

–No había leído a Ackerley cuando escribí El lenguaje perdido de las grúas. Ahora es uno de mis favoritos. Es un escritor increíble. La novela la escribí cuando era muy joven y creía que nadie más había escrito un libro sobre padres e hijos gays.

En muchos de tus libros de relatos el sida aparece casi como protagonista. ¿Cómo fue tu experiencia personal?

–No conocí cómo era el mundo antes del sida. Hace poco escribí un relato, La fiesta de David o La fiesta David. Describe una fiesta y es una fiesta que fue real. Y es la fiesta de un escritor que murió de sida. El escritor se llamaba David Feinberg. Fue un gran activista de la organización ACT UP. Escribió una novela que se llama 86. Murió en el 93. Organizó una fiesta en New York cuando ya estaba enfermo y solo invitó a personas que se llamaran David. A mí me invitó pero no fui. Entonces el año pasado imaginé y escribí sobre ella. 

En la Universidad de Florida dictas un taller literario. ¿Qué consejos les darías a tus estudiantes a la hora de escribir una escena erótica gay?

–Gordon Lish fue mi maestro de escritura. Siempre repito sus palabras: él lo decía a propósito del sexo heterosexual pero también se puede usar en otro contexto. El error es pensar que lo que es sexy es la panty, las medias en red. Lo mismo para los hombres. Lo más sexy es el calcetín blanco sucio. Mi consejo es escribir la verdad y no armar un tipo de fantasía para el sexo.

¿Cómo lograste en tu libro Florencia transformar la lectura de una guía turística en una experiencia erótica?

–Ese libro siempre fue un caso especial de capital del arte y refugio de actitudes sexuales permisivas. Porque había muchos británicos y en el siglo XIX en Inglaterra la homosexualidad era criminal, estaba penada. Y en Florencia podían vivir su erotismo. Lugar atractivo tanto para hombres como para mujeres. Eso es lo que me interesaba. Como caldo de cultivo sodomita, como lugar para satisfacer las sexualidades de gays y lesbianas. Aparte de la presencia omnipresente del David de Miguel Ángel.