Hace unos años el irlandés John Carney, que no era un debutante, se convirtió en un director a tener en cuenta con una película de bajísimo presupuesto que golpeó el corazón de muchxs: Once (2007) era el cuento de dos buscavidas, una vendedora de flores y un músico callejero, que se encontraban gracias a la música y con un puñado de canciones compartidas le daban esperanza a un par de existencias marcadas por la dificultad. Ella, inmigrante checa que vivía con la madre y un hijo, y él, con el corazón roto y sin encontrar la manera de juntar la plata para grabar, se perfilaban como los protagonistas de una gran historia de amor, pero Once se trataba de otra cosa. Quizás del poder transformador de la música y la vocación para cambiar las cosas, o de las canciones entendidas como un elemento vital, resaltado por el hecho de que ninguno de los dos parecía tener otros placeres, otros lujos. Pero cuando él le enseñaba a ella una canción de su autoría llamada “Falling slowly” en una tienda de pianos y empezaban a cantar juntos, la pantalla se iluminaba.

La música en la calle y la música como una necesidad primordial para los que están perdidos o al borde del fracaso fueron también las notas alrededor de las cuales se organizó Begin again (2013), la siguiente película de Carney con música y esta vez, más presupuesto y actores más que famosos. Ahí, Keira Knightley era una chica talentosa pero anulada detrás de un novio músico y exitoso (Adam Levine), y Mark Ruffalo era un productor que había tenido su momento de gloria pero ahora estaba teniendo su momento de abulia y alcohol. Un encuentro casual en un bar los ponía en el mismo camino, que era por supuesto el de hacer un disco juntos, y como la idea era grabarlo en locaciones reales de Nueva York, la película era una sucesión de momentos felices en callejones, parques y terrazas donde las canciones servían como amalgama entre productor, cantante, invitados, músicos y hasta la ciudad misma.

Sing street (2016), que puede verse en Netflix, es la más reciente película-playlist de John Carney y es un proyecto bastante diferente, porque por primera vez la mayor parte de la música no fue creada para la película y además el director, al que no le gustó tanto trabajar con actores famosos, vuelve a usar debutantes en el cine, esta vez una bandita de adolescentes que se conocen en un colegio de varones cristiano y autoritario de Dublin. Conor (Ferdia Walsh-Peelo) viene de una familia que se está partiendo por el divorcio de los padres, y pasa de improvisar con su guitarra tirado en la pieza a formar una banda porque quiere conquistar a una chica, Raphina (Lucy Boynton), aspirante a modelo a la que le promete participar en un video. Para eso recurre a lo que está a mano: sus compañeros de escuela, sobre todo los más freaks, y una serie de hits de los ochenta en que está ambientada la historia a cargo de The Cure, Duran Duran, A-ha y otras bandas de peinados raros (al menos para el ambiente conservador de la escuela), maquillaje y un toque de glam.

La película es muy veloz y algo precaria en narrar todo lo que conduce a los ensayos de la banda, porque lo que le interesa no es tanto construir a sus personajes adolescentes o la amistad entre ellos -que está casi ausente- sino dar lugar a una serie de transformaciones desde afuera hacia adentro: son los flequillos de Conor, los looks que imitan a estrellas del pop y una androginia casi subversiva los que detonan una bomba en el colegio y lo convierten en un rebelde que hasta se permite soñar con probar suerte en Londres. En ese sentido el mayor atractivo de la película es también su debilidad, porque su aire de “fiesta de disfraces” busca más el reconocimiento de una serie de hits y estereotipos de los ochenta recreados por la nostalgia que la construcción sólida de una historia. Si Once y Begin again producían el efecto de estar frente a algo nuevo, Sing Street tiene más que ver con la aprobación automática de lo ya visto.