Dice Rousseau en el Cap. XV de su Contrato Social: “Tan pronto como el servicio público deja de ser el principal asunto de los ciudadanos, y tan pronto como prefieren servir con su bolsa antes que con su persona, el Estado está ya cerca de su ruina. ¿Hay que ir al combate? Pagan a tropas y se quedan en sus casas. ¿Hay que ir al consejo? Nombran diputados y se quedan en sus casas. A fuerza de pereza y de dinero, tienen en última instancia soldados para sojuzgar a la patria y representantes para venderla”.

Rousseau es un teórico de la soberanía popular, la cual se expresa sobretodo en la capacidad de legislar, que es la capacidad del pueblo de darse leyes a sí mismo. De autodeterminarse. Por eso las leyes expresan la voluntad general. No la voluntad de una facción o de un grupo de intereses particulares, presentados falazmente como el “interés de todos”, cuando es o representa apenas el interés de unos pocos sectores (concentrados de la economía). Por eso la ley de leyes se debate en medio de fuertes tensiones sociales y protestas. Porque carece de legitimidad. 

Más grave aún es algo que han denunciado distintos diputados, como Felipe Solá: el hecho de que los diputados están votando “a ciegas”, porque en el presupuesto está implícito el acuerdo del gobierno con el FMI, acuerdo cuyas cláusulas sin embargo los propios legisladores desconocen. Esto es gravemente inconstitucional por dos motivos. Primero, porque se obliga a los legisladores a votar sin fundamento, ya que sin el acuerdo explícito y público (transparente, y no otra cosa es el tan declamado –por el oficialismo– gobierno “abierto”) cualquier proyección es poco realista. Segundo, porque es prerrogativa del Congreso de la Nación y no del Poder Ejecutivo contratar deuda externa soberana. De este modo, votando “a ciegas”, nuestros legisladores incumplen doblemente el mandado constitucional. El FMI, al acordar de espaldas a la ciudadanía y sus representantes, un acuerdo de ajuste con el gobierno, fuerza al gobierno mismo a mancillar la división de poderes, afectando el sentido y la legitimidad de la representación política, conculcando la Constitución y alimentando los peores vicios del hiperpresidencialismo. En una república no son tolerables acuerdos de cúpulas poco transparentes, y que son desconocidos en su fondo y letra por la sociedad y por el Congreso, espacio de deliberación y representación más genuina. No puede haber acuerdos de espaldas a la ciudadanía. Y tampoco forzar a los diputados a votar “a ciegas” un presupuesto ruinoso que incluye un acuerdo desconocido por ellos, lo cual es ilegal e inconstitucional, además de políticamente ilegítimo. 

En la visión de Rousseau, a la inversa de lo que se plantea en los medios, la “violencia” no estaría en la calle: estaría dentro del Congreso, sobretodo cuando se legislan (negocian, pactan) por medio de “representantes”, acuerdos no siempre claros pero que suponen un plan de miseria planificada, como bien expresa Juan Grabois, para una amplia mayoría de argentinos, (“la injusticia de la deuda externa”, la llamó Atilio Alterini), que hoy ven como sus pocos ingresos se recortan, como sus hijos vuelven a revolver la basura para vivir, juntar cartones, abandonar la escuela, dejar de estudiar y de comer. Situar bien la violencia (el hambre, la desigualdad, en un país con 8 millones de chicos pobres, número categórico que habla sobre la emergencia social que vive Argentina, emergencia que no se visibiliza en los medios con la urgencia que debería), es parte de una reflexión política seria, donde no se sitúe siempre del lado de los que reclaman toscamente por sus derechos pisoteados la “violencia”. La violencia tiene muchas caras. No solo una. Y el hambre es la peor de todas. Incluso Locke, teórico liberal, sitúa algunas formas de “violencia” como respuestas a una violencia institucional sorda y no siempre nombrada. Pero con graves consecuencias.

Hay una violencia normalizada y natural (“estructural”, la llaman algunos medios), que no vemos. Que naturalizamos. Cuando esa “violencia” aflora –cuando “los cerros bajan”, como dicen en Perú– es cuando recién se entera la elite argentina de la magnitud del drama humanitario que viven hoy los argentinos. Hay un drama social que no vemos, que no asumimos. Una crisis que excede a la escalada del dólar. Con 8 millones de chicos pobres, sin derechos básicos, sin casa, sin comida, sin futuro, pactar un presupuesto de ajuste y hambre con el FMI es un acto criminal, que merece, más que ser aprobado en el Congreso, juzgado en la Justicia, como el blindaje de De la Rúa, todavía impune. El hambre es violencia. La pobreza, como dice Thomas Pogge, es un crimen. La miseria planificada, como dice Grabois, no es admisible en una República con aspiraciones. Argentina se debate hoy entre ser una República justa o ser una colonia más, de tantas que hay en la región, con mayorías expoliadas y silenciadas por grupos que coptan al Estado. Que no expresan la voluntad general.

* UBA-Conicet, director del Tribunal Experimental en Derechos Humanos Rodolfo Ortega Peña (UNLa).