Tenía 18 años cuando mi abuelo murió. En el escritorio hay un desorden vivo: agendas 2015 y 2016, todavía no compré la del 2017; una lámpara de sal siempre encendida que se salvó de la desintegración en la mudanza; libros, apuntes, revistas, carpetas apiladas; un foco quemado, dos estuches de lentes, ¿para qué un centímetro?, una abrochadora, dos perforadoras; una mamushka que no deja de estar embarazada; tabaco de vainilla, cenicero, encendedor; un trébol de cuatro hojas enmarcado, una foto de mi sobrino, otra con mi hermano (¿habremos tenido 5, 6 años?) y la foto con mi abuelo. En esa tengo 18 años y había terminado la secundaria. Mi abuelo está vestido con un impecable traje gris y una corbata bordó, tan vital que su muerte se torna inverosímil unos meses después. Yo apoyo mi cabeza sobre su hombro izquierdo, él envuelve mi rostro con su mano derecha en una caricia para siempre. Mi boca está abierta, plena en una sonrisa que habla de mi confianza en la vida, en el futuro. Habla de mi confianza en él, al menos es lo que parece. Mi abuelo sonríe pero su boca no está abierta, sí lo están sus ojos, vivaces, tan celestes como los recuerdo, tan generosos como su corazón dañado que un buen día falló sin remedio. Es una foto bella. ¿Quién era mi abuelo? ¿Quién era ese hombre en el que descanso con esa intimidad llana, con esa tranquilidad que sólo da el saberse protegida?

Mi mamá, la hija de ese abuelo de la foto, me manda un WhatsApp y me pregunta por el clima y si ya armé la valija. Me cuenta sobre una fiesta de casamiento a la que fue anoche en el patio de la casa de unos amigos, no más de 30 personas, íntimo. La palabra ?íntimo? me sorprende porque se hilvana a la foto. Leo a mi madre y me asombro pensando cuándo fue el momento en el que dejé de preguntarme ?¿todavía se casa la gente??. Qué bueno, má. Al menos refrescó. El mensaje interrumpe cierta incomodidad, cierta emoción indefinible. El mensaje me confirma la persistencia de la sangre. Mi abuelo me sigue mirando, yo también me miro. Ambos me miran de frente. Siento algo de envidia por esa joven. Y siento pena, no sé muy bien por qué. ¿Quién era mi abuelo?

Estoy ligada de muchas maneras a esa familia. La sostengo, me sostiene. Acude el fragmento de un poema de Estela Figueroa leído hace poco. Busco el libro, leo: No. /No me sostengas que no voy a caerme. /Sólo se caen las estrellas fugaces /y yo ?te dije? /quiero permanecer. ¿Quién era mi abuelo? No sé quién era. ¿Cuál es el modo de permanecer? Tosía a menudo. Daba palmadas suaves en la cabeza. Tomaba malta en la vereda, de noche, en verano. Tomaba malta porque tenía prohibido el café. Todavía recuerdo ese olor, y el olor de la colonia que usaba: Lavanda Fulton. Jamás lo oí gritar. Su voz era más bien la de un susurro. Salía a caminar todos los días a la tardecita, daba una vuelta a la manzana a paso lento y regresaba contento. Ni una sola vez lo vi enojado. O sencillamente no lo recuerdo. ¿Quién era mi abuelo? ¿Por qué me veo tan confiada en ese hombro, en ese abrazo? No sé quién era. Pero quizás lo más inquietante de esa foto no sea constatar que no sé quién era él, salvo por la permanencia de ciertas imágenes, olores y sonidos que intentan conformar una unidad, un sentido. Lo más perturbador es descubrir que no sé quién era yo.

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