En Argentina, el 10 por ciento de las niñas y los niños de entre 5 y 15 años realiza al menos una actividad productiva, un porcentaje que trepa hasta casi el doble (19,8 por ciento) en áreas rurales y que tiene más incidencia en el noroeste y el noreste del país. Entre adolescentes de 16 y 17 años, son el 31,9 por ciento quienes trabajan, aunque la cifra se eleva hasta el  43,5 por ciento en áreas rurales. La mayoría de los más pequeños suele empezar a trabajar para ayudar a sus padres o su entorno más cercano (entre el 65 y el 66 por ciento, según se trate de niñas y niños rurales o de las ciudades), pero esas relaciones laborales precarias van sentando las bases para trabajos también precarios a medida que van creciendo. El trabajo infantil suele tener incidencia directa sobre el rendimiento en la escuela, porque niñas y niños llegan con más cansancio a las aulas y faltan más seguido. Los sesgos de género que caracterizan al mercado laboral adulto se replican en la infancia: las niñas suelen abocarse a “actividades domésticas intensivas”, los niños, a “actividades mercantiles y de autoconsumo; las niñas ganan menos que los niños (ver aparte). Esos son solo algunos de los datos que arrojó la Encuesta de Actividades de Niños, Niñas y Adolescentes (EANNA) 2016/2017 realizada por el Indec, y la Dirección General de Estudios Macroeconómicos y Estadísticas Laborales de lo que era, hasta semanas, el ministerio de Trabajo. El relevamiento, que analiza cifras obtenidas en entornos rurales y urbanos de todo el país, da cuenta de los detalles cotidianos de qué significa la desigualdad para niñas, niños y adolescentes de sectores vulnerables, y cómo las situaciones cambian según las regiones en que vivan.

La Encuesta había tenido una primera presentación en noviembre del año pasado, durante la IV Conferencia Mundial sobre Erradicación Sostenida de Trabajo Infantil, de la que participaron delegaciones de cien países. El trabajo dado a conocer ayer por el Indec es la segunda EANNA, luego de la realizada en 2004, pero cuyos resultados no son comparables porque esta es la primera experiencia que comprende la situación de chicas y chicos de áreas rurales y urbanas.

Algunos de los datos, lejos de resultar abstractos, dan cuenta de manera concreta de cómo pasan los días de estas chicas y chicos que trabajan. Sus condiciones laborales, por ejemplo: “a alrededor de uno de cada tres le cansa la actividad que realiza; cerca de uno de cada tres señala que siente exceso de frío o calor al efectuar su trabajo; y uno de cada cuatro niñas y niños urbanos desarrolla su actividad en la calle o algún medio de transporte”. En la ciudad, son más quienes se dedican a las actividades productivas en el horario nocturno, “principalmente entre las mujeres (16,6 por ciento de las de 5 a 15 años y 19,2 por ciento de las de 16 y 17 años declaran trabajar por las noches), a causa, fundamentalmente, de los trabajos de cuidados que ellas realizan”.

El trabajo infantil y adolescente está más extendido en las zonas rurales, donde involucra “a casi uno de cada cuatro varones y mujeres de 16 y 17 años (22,8 por ciento)”. En áreas urbanas, lo que prevalece entre varones es la dedicación a actividades mercantiles, en particular las “relacionadas con el trabajo en negocios, talleres u oficinas por dinero (para el 39,9 por ciento de los niños y niñas y el 37,9 por ciento de los adolescentes que trabajan)”.

 En tanto, en el campo, más de la mitad de las niñas y los niños que trabajan se dedica “al cultivo o cosecha de productos para vender (14,2 por ciento), el cuidado u ordeñe de animales (14,4 por ciento), la ayuda en la construcción o reparación de otras viviendas (11,9 por ciento) y la ayuda en negocios u oficinas (11,9 por ciento)”. Las cifras y ocupaciones son similares para las y los adolescentes de esas zonas, aunque en esos casos también se suma como actividad la producción de ladrillos (8,9 por ciento).

Niñas y niños de entornos urbanos y rurales comienzan a trabajar para ayudar a padres u otras personas de su entorno cercano (67,7 por ciento de los casos de las ciudades y 65,2 por ciento de sus pares rurales). El estudio advierte que, sin embargo, esa desigualdad inicial que implica dedicarse a actividades productivas de manera precoz termina teniendo correlato en años posteriores: “a medida que crecen, se extienden las relaciones salariales de tipo precario (39,3 por ciento para los adolescentes urbanos y 29,9 por ciento para los rurales) y los acuerdos cuentapropistas informales, principalmente entre los que trabajan en el medio rural (25,2 por ciento). La amplia mayoría carece de algún tipo de beneficio social (vacaciones pagadas, obra social, días pagos por enfermedad, etc.) derivado de su trabajo”.

Entre chicas y chicos de ente 5 y 15 años, menos del 10 por ciento (8,5 en el caso urbano, 6,1 en el entorno rural) “desarrolla jornadas de 36 o más horas semanales a una edad en la que la mayoría de sus pares participa de forma exclusiva en el sistema educativo formal”. Entre adolescentes de 16 y 17 años, “algo más de uno de cada cuatro varones (26,3 por ciento del medio urbano y 26,6 por ciento del rural) equipara su tiempo de trabajo con el de un adulto ocupado de tiempo completo”.

Esas horas dedicadas al trabajo tienen un impacto directo sobre la educación de esas chicas y chicos. Los horarios de la escuela son difíciles de cumplir para quienes trabajan: “el 29,6 por ciento de los niños urbanos llegan tarde y el 19,1 por ciento de sus pares rurales que trabajan para el mercado faltan con frecuencia”. Entre adolescentes de 16 y 17 años, el trabajo afecta directamente la asistencia: “27,8 por ciento de los adolescentes urbanos que trabajan y 16,5 por ciento de sus pares mujeres no van a la escuela”; en áreas rurales el cuadro empeora, pues “el 45,5 por ciento de los varones y el 23,0% de las mujeres que trabajan para el mercado no concurren a un establecimiento educativo”.