Los años ‘80 están volviendo. Habían quedado traspapelados entre la vanguardia política de los ‘60 y el cambio de siglo. Vuelven como objeto de estudio de un relato crítico interpretativo que lee en sus producciones las alegorías trágicas de la historia reciente, esa que aún nos resiente. Vuelven (pese a que la mayoría de su protagonistas locales están vivos) sin sus debates, sin sus propias discusiones, sin aquellos hilos de una trama que se tejía sobre la urdimbre de una sociabilidad entre pares cuya cohesión nos resulta hoy inimaginable.

Los ‘80 de la democracia recuperada en Rosario eran ir los sábados al mediodía al bar El Cairo (donde cada grupo tenía su mesa) o por las noches al bar del hotel Savoy (sin el hotel, sólo el bar), donde las razzias policiales habían sido frecuentes. Era encontrarse con todo el mundo por casualidad no sólo ahí sino en los “vernissages” de las galerías Buonarotti, Miró o Krass; los ’80 eran asambleas infinitas en la Facultad, llenas de absurdas acusaciones políticas cruzadas; eran charlas trasnochadas de café, o diurnas de sobremesa de asado, donde los artistas hablaban de arte sin límite de tiempo. O, con los amigos, era caerse una tarde por el taller a ver qué estaba pintando.

El problema que parecía obsesionar a

todos estos artistas era el de cómo

borrar los límites entre lo 2D y lo 3D.

Los ‘80 estaban envenenados de envidia a Guillermo Kuitca y a Fabián Marcaccio (rosarino ganador este último de un premio que le permitió radicarse en Nueva York en 1985) y de ingenua ambición por codearse de igual a igual con los popes internacionales. Mucho de lo que hoy se lee piadosamente como “cita” no era tal sino plagio desvergonzado a los más cotizados pintores de moda (Miquel Barceló, Anselm Kiefer), pero sin la densidad de pigmento que las reproducciones impresas en las revistas de arte importadas no dejaban apreciar. La materia se perdía en la traducción de foto a Loxon; se reponía el gran tamaño.

Andres Macera
Contissa aplica su virtuosismo en la técnica del aerógrafo.

“Va desde la dictadura a la democracia. Al principio es todo muy oscuro, de a poco aparece la luz”, resume amablemente el Virgilio que por suerte nunca falta. En Aquellos bárbaros se entra por la izquierda y se recorre toda la planta alta del Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino (Bv. Oroño y Av. Pellegrini). El o la visitante va de las sombras a la luz, siguiendo el relato alquímico de las curadoras Xil Buffone y María Elena Lucero. Egresadas ambas de la carrera de Bellas Artes de la Universidad Nacional de Rosario, Buffone y Lucero han ordenado exquisitamente las obras en un progresivo claroscuro que remeda libremente y multiplica las tres etapas del opus magnum de los alquimistas: nigredo, albedo y rubedo.

Xil Buffone vive en Buenos Aires, es crítica y artista plástica. María Elena Lucero, autora de numerosos trabajos académicos, es miembro del Instituto de Estudios Críticos en Humanidades de la UNR. Ambas integraron los mismos grupos de artistas en los años ‘80 y ‘90.

Andres Macera
Otra escultura de Rubén Baldemar (fallecido joven).

La muestra no podría ser más bella ni estar mejor calculado el efecto estético de cada sala. La primera comienza con una pintura negra de Omar Henry y abre las puertas a un inframundo metafísico de pesadillas alegóricas, compartidas entre él y Emilio Torti, Mauro Machado, Carlos Meneguzzi, Aldo Ciccione, Carlos Piccione, Daniel García y Diana Recagno. (Torti y Ciccione compartían taller antes de instalarse Torti en el taller arriba de Bonafide que fue ámbito de clases, charlas, cursos y exposiciones, entre ellas una de Recagno).

Se le dedica espacio a Desafinados (1985), una exposición colectiva de tres profesores de la Escuela de Bellas Artes de la UNR que se basó en visitas al manicomio conocido como la Colonia Oliveros, en las afueras del pueblo de ese nombre. Los collages de Rubén Porta, las esculturas de Guillermo Forchino y los dibujos de Marcelo Castaño denuncian cada cual en su lenguaje las violaciones a los derechos humanos de las personas allí internadas. Forchino, Castaño, Fernando Ercila y el dibujante Hover Madrid se reconocen hoy discípulos del inolvidable Porta. En sus aguafuertes con tarjetas IBM, Porta pareció vislumbrar la Internet global, como lo hizo Arminda Ulloa (fallecida, docente de Escultura) en sus cerámicas con ideogramas orientales.

Buffone y Lucero ordenaron exquisitamente

las obras en un claroscuro que remeda

libremente las tres etapas del opus mágnum.

Rodolfo Perassi, discípulo de Juan Grela, dialoga con los tonos y las líneas de su maestro. Daniel Scheimberg y Eduardo Contissa aplican su virtuosismo en la técnica del aerógrafo para construir espacios pictóricos y resolver problemas ópticos. Fabián Marcaccio inventó el “paintant”. Las esculturas de Gladys Nistor y las de Rubén Baldemar (fallecido joven) configuran singularidades absolutas. El pintor Carlos Andreozzi reformula localmente algunos modernismos, lo mismo que ese otro gran autodidacta que fue Delfo Locatelli. Exponen también Graciela Sacco, Sandra Vallejos y Gabriel González Suárez.

Se sale por un assemblage de Contissa, En la superficie, que sirvió para decorar el bar Luna y alude al paseo lunar pero también al problema que parecía obsesionar a todos estos artistas y que cada una de estas obras resuelve a su modo: el de cómo borrar los límites entre lo 2D y lo 3D, en un tiempo en que el arte aún se dividía entre pintura (o grabado) y escultura. No vivíamos en pantallas, pero ellos lo anticiparon. Más que elaborar el trauma del pasado, imaginaron el futuro. Trataron de conectar con un presente que los ignoraba por vivir en una provincia. No obtuvieron todavía el reconocimiento nacional ni la difusión que por su calidad y originalidad se merecen.