Testimonios tomados por Matías Ferrari.


 

Ernesto Semán, profesor de historia en la Universidad de Richmond

“No piensa en un cambio profundo”

Lo último que Trump imagina antes y después de las elecciones es un cambio profundo. Lo que parece haber construido, y su discurso inaugural lo confirma, es una alianza social y política vasta pero precaria desde la cual renovar (no cambiar) la legitimidad de algunos elementos centrales de la sociedad norteamericana: la desigual distribución de ingresos a nivel social; la percepción de fuertes jerarquías de orden, sobre todo pero no sólo raciales; y la influencia masiva del dinero como el elemento decisivo en el proceso político. Es un proyecto extremadamente conservador, pero que recoge muchos aspectos de la mirada económica liberal que dominó la gestión de Obama. Mi impresión, visto el discurso, es que sus tensiones van a estar más bien, sobre todo al principio, entre él y el Partido Republicano, y las chances que él tenga de mantener esa vasta alianza social y al mismo tiempo implementar las reformas que imagina.

Respecto de lo frase dicha por Trump sobre lo costoso para Estados Unidos que resulta “subvencionar ejércitos de otros país”, habrá que releerla cuando terminen las elecciones en Francia y Alemania y Estados Unidos vea cuál es su margen de maniobra. De todos modos, las relaciones con Rusia de Estados Unidos demandaban un reacomodamiento del rol (y del presupuesto) de la OTAN, cualquiera fuera el presidente. Hillary Clinton también tenía planes (algo distintos) al respecto.

Trump ha sido muy efectivo en detectar el momento político que le da origen como líder: el simple acto de denunciar a las elites como oligarquías, es decir, como un grupo que detenta el poder de alguna manera ilegítima y sin capacidad de representar un presunto interés general. El sube muy simbólicamente enfrentando a eso, contra candidatos republicanos y contra Hillary Clinton, que ponen muchos más fondos que él. Leer el humor general es probablemente la clave de la política democrática, y lo que el Partido Demócrata tuvo más dificultades para ver: la enorme demanda de alguien que pudiera denunciar a quienes manejan el destino del país. Sobre esa base Trump intenta reconvertir sobre nuevas bases la legitimidad de muchas de las políticas que esos grupos representan. El nacionalismo, en ese sentido, es también una forma de acercar a la población al proceso de toma de decisiones sobre temas que los afectan.

La recuperación productiva que anunció, por otra parte, parece muy posible. También es muy posible (casi necesario) incrementar la productividad de la economía norteamericana aumentando la desigualdad, o sea que la base del problema del que emerge Trump sigue estando ahí.

Contra tanto enojo que hay sobre el populismo de Trump por la forma en la que supuestamente ataca la institucionalidad y la continuidad, habría que recordar que tanto su campaña como su gobierno que empezó ayer se montan precisamente sobre las instituciones más ancestralmente liberales y la continuidad mas profunda en de las elites norteamericanas, empezando por el elogio a la riqueza y a la primacía de los derechos de propiedad privada sobre cualquier otro elemento de la vida social.


 

Ernesto Calvo, profesor de Ciencia Política en la Universidad de Maryland

“Un país profundamente dividido”

Estados Unidos es hoy un país profundamente dividido. Dividido económica, social, política y territorialmente. En las últimas tres décadas, los recursos económicos de sus elites, y por ende la influencia política de los mismos, ha aumentado en forma desorbitada. Al mismo tiempo, los sectores medios y bajos han visto sus ingresos estancarse y su participación económica en el producto bruto retroceder. La “política del resentimiento”, como ha sido llamada, tiene tanto bases económicas como también políticas y culturales. Sus piernas están construidas con la desigualdad económica que ha tomado por asalto a Estados Unidos a partir de los años 80.

En estos últimos treinta años hemos visto también avances importantes en lo que se denomina la “política de la identidad”. Los derechos de los latinos, la comunidad afroamericana, los inmigrantes recientes, la comunidad LGBT, han ganado un espacio cultural sin precedentes. Aun cuando la economía cada vez es más desigual, la inclusión social y cultural ha llenado de optimismo a comunidades históricamente relegadas. Mientras que el presente es de los ultra-ricos, el futuro ha sido prometido a un Estados Unidos diverso, multicultural y cosmopolita. El torso del Trumpismo en Estados Unidos, por tanto, tiene sus bases sociales en el resentimiento contra la creciente inclusión cultural de las minorías.

En los últimos treinta años también hemos visto una creciente diferenciación territorial de los votantes. El sur y el centro del país son cada vez más republicanos, el noreste y el oeste comprometidamente demócratas. Mientras la riqueza se concentra en forma desmedida en los ultra-ricos, particularmente en sus costas, las mismas costas con mayor diversidad social y cultural, el sur profundo y el medio oeste se empobrecen social, cultural y políticamente. Son la representación de un pasado que ambas costas quieren dar por difunto. Estos distritos del sur y del medio oeste son los que le dan una agenda política a Trump. Son su cabeza.

Hace 150 años Abraham Lincoln pronunciaba uno de sus más famosos discursos, donde afirmaba que “una casa dividida contra sí misma no puede perdurar.” El balance de poder entre el sur esclavista y el norte “libre” había llegado a su punto de quiebre constitucional. En 1856, tanto el sur como el norte sabían que el futuro le pertenecía a un Estados Unidos esclavista o a un Estados Unidos sin esclavos. La crisis que divide hoy a Estados Unidos está lejos de tener esa profundidad constitucional, pero es igualmente insostenible. El trumpismo, como el cesarismo en Gramsci, promete una revolución cultural para mantener la desigualdad y al mismo tiempo devolverles el status cultural perdido a sus votantes blancos. No les promete dinero sino respeto, el cual será redistribuido de las minorías norteamericanas.


 

Gabriel Puricelli, analista internacional del Laboratorio de Políticas Públicas

“No le importan las reacciones”

Tras el discurso de ayer, si fuera miembro de la OTAN estaría muy preocupado. Nada menos que el presidente de Estados Unidos dijo que su país está tirando plata al proteger a otros países que no le devuelven nada. Las consecuencias pueden ser complicadas para la Unión Europea, que se desangra con el Brexit y afronta elecciones en las que el proyecto político de los partidos demócratas liberales y socialdemócratas vigente desde la posguerra puede tambalear. Los aliados de EE.UU. deberían estar preocupados ante la posibilidad de ser abandonados y los que no lo son deberían prepararse para lidiar con un gobierno que no tendrá la voluntad de administrar tensiones políticamente como la tuvieron todos los presidentes desde Richard Nixon en adelante. En el caso de China, ayer quedó claro que las tensiones bélicas en el Mar de la China y el estrecho de Taiwan en particular sube a niveles de casi alerta roja, aunque no creo que tenga consecuencias globales.

Trump dió ayer un discurso tan radical como el que usó para la campaña. Demostró que no tiene ningún incentivo para moderarlo, pese a las muchas expresiones de deseo que en ese sentido se expresaron desde su triunfo. No bajó el tono ningún aspecto, ni el proteccionismo, ni la xenofobia, ni el ataque a los referentes de los derechos civiles. Demostró que no le importan nada las reacciones que provoca. El caso más elocuente fue cuando dijo que se acabaron los políticos “no action”, es decir, pura cháchara, en referencia indirecta a la polémica que mantuvo con el activista afroamericano y senador de Georgia, John Lewis.