Uno de los elementos más llamativos de la votación del martes en Estados Unidos fue la enorme cantidad de ciudadanos que se presentaron a las urnas. El número final de votantes todavía no fue establecido con precisión, pero se espera que sobrepase por mucho lo habitual en las legislativas y se aproxime a las cifras de una presidencial. Esto por un lado indica el éxito de los demócratas en movilizar el voto popular, visto como una herramienta para recortar el apoyo a los republicanos, y por el otro muestra las históricas dificultades que tiene el país para votar. 

Las dificultades son literales y no morales, comenzando porque por mandato constitucional se vota al primer martes de noviembre cada dos años. Es un día laboral que jamás fue feriado, en un país donde no es nada fácil tomarse una hora para ir a votar y nada fácil convencer a las empresas de dar ese tiempo extra a sus empleados: como votar no es una obligación, la mayoría no ve por qué tienen que perder una hora o más de trabajo de sus empleados. Este año, la firma Patagonia, conocida por su apoyo a causas progresistas, cerró sus locales y sus talleres para que todos sus empleados pudieran votar. El gesto fue tan insólito que recibió una amplia publicidad.

Los problemas siguen con detalles molestos, como que no se ponen los padrones a la vista en los lugares de votación. Por razones incomprensibles, cualquiera puede enterarse por internet sobre dónde vota pero no en qué mesa. Al llegar a la escuela –allá también son casi siempre escuelas– el votante tiene que hacer una primera cola para consultar a un empleado electoral sobre en qué mesa vota. Luego, hay que hacer la cola en la mesa para recibir la boleta y dirigirse a las famosas máquinas. El método es particularmente complicado, con una boleta preimpresa de buen tamaño en la que se marcan las opciones como en un examen multiple choice. Esta boleta, completada, hay que escanearla en la máquina, que recién así registra el voto. Este engorro empeora porque las escaneadoras suelen fallar sistemáticamente y el voto termina siendo entonces “de emergencia”, con la boleta simplemente yendo a una urna.

Con lo que entre los problemas laborales, las colas y las máquinas que se rompen, votar en Estados Unidos termina siendo un derecho cuesta arriba. No extraña que un buen año electoral, con presidenciales, arañe el sesenta por ciento de participación popular, uno de los números más bajos entre las democracias establecidas en el mundo. Y no extraña que regularmente se propongan iniciativas como pasar el acto electoral a un domingo, aunque sea para solucionar el mayor problema concreto.