Estábamos en Córdoba, en Mina Clavero, y Orlando Van Bredam me contó una historia. “Está buenísima –le dije–, ¿no pensás escribirla?” Van Bredam entonces sonrió, le vino un brillo a los ojos, y me dijo que no, que la escribiera yo, que me la regalaba. Volví a Resistencia con la convicción de que tenía, por lo menos, el cimiento para una novela. Pero Van Bredam, tramposo como pocos, más que contarme una historia me había tendido una trampa.

Como todo el mundo sabe, hay por lo menos dos tipos de historias: aquellas que se abren a uno –a un escritor, por así decirlo–, historias que fluyen y liberan lo mejor, o bien lo peor, de nosotros; historias que, sentimos, nacieron para que las narremos, para que hagamos estallar la energía que condensan desde los mil y un rincones de la literatura. Uno narra, entonces, como un artesano eufórico y dueño del mundo. Lo que finalmente hagamos será, como casi todo en la vida, responsabilidad nuestra.

Pero después están las otras historias, esas que de tan perfectas cierran cualquier posible intrusión y, simplemente, nos anulan. ¿Qué puede uno agregar o aportar que no destruya aquello que, a priori, ya era hermoso? La historia de Van Bredam era una historia muy perfecta. Y yo, un narrador muy limitado. Debería enojarme, pero quiero mucho a Van Bredam y le perdono cualquier cosa.

“Hogar de madre”, el cuento que pude escribir –un cuento tan triste, para colmo–, es lo que quedó de aquella aventura.