El musical siempre ha sido el custodio del mundo de los sueños. No como un espacio clausurado y remoto del que nada debía escaparse, sino como un territorio en el que esos deseos desterrados de la realidad, luchadores contra los muros del realismo y la incomprensión, encontraban plenitud y regocijo. La la land, la gran ganadora de los Globos de Oro y una de las más fuertes apuestas para los próximos Oscar, ha llegado para liberar sueños y musicales, para animarse a sacudir prejuicios y clisés y apropiárselos con un ímpetu inesperado. Nacida de la ambición de Damien Chazelle (Whiplash) y su amor por el jazz, de encuentros y desencuentros en una Los Ángeles mágica y contemporánea, y del carisma de Ryan Gosling y Emma Stone, que bailan y cantan sus propias dudas y fracasos, que ríen y sufren, que persiguen incansablemente hasta el logro más improbable, La la land recupera la vitalidad y el riesgo que eran las claves del musical clásico, aquel del apogeo del Hollywood de los estudios y las estrellas. Pero Chazelle no filma un musical clásico. Y, menos, uno posmoderno. No hay ironía ni parodia en su relación con el género. Puede hacerse el canchero con I Ran de A Flock of Seagulls, o cuestionar las derivaciones del jazz hacia la música de ascensores de Kenny G., pero tiene muy en claro hacia dónde quiere dirigirse. Quiere ir a los rincones del musical cinematográfico para levantarlo de su letargo con un sacudón atrevido, lleno de guiños y citas cinéfilas, que no reverencia tradiciones ni venera dioses, sino que ofrece una nueva vida a un mundo que nace del cine y regresa siempre a cada uno de sus recovecos, sus canciones y sus sueños. 

La la land cuenta la historia de Mia (Stone) y Sebastian (Gosling). Ella es una actriz que va de casting en casting sin demasiada suerte, y trabaja en una cafetería en el interior de los estudios Warner Brothers. Él es un pianista, militante ferviente del jazz, que anhela poner su propio jazz club a la vieja usanza mientras toca canciones navideñas en un restaurant elegante. Su primer encuentro, no demasiado prometedor, se produce en el escenario más gris y cotidiano. Un gigantesco congestionamiento de tránsito, en una de las infinitas autovías de Los Ángeles, aturdida por malhumores y bocinazos, que de pronto ve quebrada esa irremediable monotonía. Con un musical de conjunto, mezcla de Amor sin barreras y algo de los ritmos ochentosos de la Fama de Alan Parker, automovilistas y pasajeros irrumpen en la canción, bailan sobre sus autos, sobre el cemento apenas visible, siguiendo un ritmo que se hace pegadizo. La cámara de Chazelle encuadra, como un explorador en vuelo, a cada uno de esos paseantes urbanos, hasta que la canción termina, festiva y celebratoria. Todo parece que vuelve a la normalidad, en un día de invierno cualquiera. Pero no, Mia y Sebastian se conocen a través del vidrio de sus autos, y un bocinazo enérgico e infinito será su modo de presentación. El invierno da paso a la primavera; nuevos encuentros y nuevos desvíos teñirán su recorrido de esa imprevista pasión.

El mundo de La la land nace del cine y de la música, del swing de las Big Bands, del bebop de Charlie Parker, del entorno marroquí de Casablanca que recuerda el rostro de Ingrid Bergman en la habitación de Mia, o de las anécdotas de Louis Armstrong que Sebastian atesora como modo de inspiración. Luego del mal paso en la autopista, Mia y Sebastian volverán a encontrarse. Mia se sentirá cautivada por la pasión que Sebastian transmite en una melodía que le vale el despido, más tarde visitarán el parque Griffith teñido de un intenso azul lunar, y luego recrearán Dancing in the Dark, de la inolvidable Brindis al amor, como si naciera de nuevo para ellos. Y, claro, se enamorarán mientras recorren los estudios de la Warner, como si Humphrey Bogart o Bette Davis todavía estuvieran ahí, escondidos para bendecirlos. Pese a la recuperación de aquel territorio de ensueño, clave para el musical, Chazelle nunca se refugia en la nostalgia de un mundo perdido, abandonado, pasado de moda. El jazz no se termina en los 60 con el nacimiento del rock ni el musical en los 80 con la aparición del videoclip: es su espíritu el que sigue vivo, es esa pasión que Mia y Sebastian recuperan cuando se encuentran, la misma que alimentan en cada canción, la que despliegan en ambiciones anacrónicas e incorrectas, agridulces a veces, luminosas otras. 

Vincente Minnelli intentó en todas sus películas, no solo en sus musicales, conciliar la realidad con los sueños personales, esos que persiguen sus personajes con genuina vocación y autenticidad. Aquellos sueños no siempre eran épicos, muchas veces ni siquiera eran simpáticos. A veces eran sueños de poder desmedidos, locuras absurdas, empresas inabarcables. Pero ese sueño que los embriagaba como una llama inextinguible, invadía el espacio de sus películas hasta apropiárselo definitivamente, con sus colores rabiosos y encendidos, como una tela de araña que los seducía y envolvía. Chazelle regresa inesperadamente a ese corazón olvidado, aquel que alimentaba esas pasiones cegadoras, que convertía la tensión entre sueños y realidades en procesos de autoconocimiento y aprendizaje. Mia y Sebastian solo pueden entender la realidad cuando conocen la verdadera dimensión de sus sueños, lo que implica esa libertad combinada con las frustraciones de la vida y los reveses de la existencia cotidiana. Chazelle recupera el salto al vacío del musical final de Cantando bajo la lluvia, o las exploraciones de estilo de Un americano en París, o la radical audacia de Los paraguas de Cherburgo, para decirnos que es desde allí de donde se puede conjurar un nuevo inicio, un nuevo nacimiento. 

Mia y Sebastian no son Fred Astaire y Ginger Rogers. No podrían serlo porque Hollywood ya no es el mismo que hace cincuenta años, ni el mundo sigue hoy aquella lógica. La obcecada defensa de una pureza imaginaria para el jazz, anclada en sus mitos y leyendas, puede ser un estandarte para Sebastian pero también la más clara expresión de sus límites. Chazelle nunca lo conduce al renunciamiento sino que lo anima a sortear sus miedos con astucia y dignidad. La la land probablemente no sea un renacer para el musical, ni un nuevo punto de partida. Como no lo fue la Moulin Rouge de Baz Luhrmann ni la archipremiada Chicago. Tal vez el musical sí sea un género muerto en el cine, que de vez en cuando ofrece algún que otro soplo de vida. Pero hay algo en esa vocación de reunirlo todo que manifiesta Chazelle, de agrupar los clises y los hitos, el baile como esencia de la energía romántica, el desafío a las restricciones de método y estilo en la interpretación, la integración de las canciones a la narrativa, que lo hace honesto y prometedor. La la land se nutre de recuerdos y lugares comunes para mostrar su revés, las impurezas negadas que pueden ser, no por inciertas, menos seductoras. Al desnudar el musical y desmitificarlo, reencanta su propia historia, haciendo del cine la única verdad de su leyenda.