Con una ligereza un poco presocrática, tendemos a entender odio y amor como dos opuestos que se contraponen de manera simétrica, como si lo que no amamos lo odiáramos y viceversa (…) Pero incluso cuando usamos los dos términos de manera metafórica, el hecho de que me guste la pizza pero no enloquezca por el sushi no significa que lo odie; sencillamente, me gusta menos que la pizza. Y tomando los dos términos en su sentido propio, que yo ame a una persona no significa que odie a todas las demás, pues opuesta al amor puede estar muy bien la indiferencia (amo a mis hijos y me resulta indiferente el taxista que me llevaba en su coche hace dos horas). 

(…) Lo cierto es que el amor aísla. Si amo con locura a una mujer, pretendo que ella me ame solo a mí y no a otros; una madre ama con pasión a sus hijos y desea que ellos la amen de forma privilegiada a ella, y no sentiría que ama con la misma intensidad a hijos ajenos. Así, el amor es a su manera egoísta, posesivo, selectivo.

(…) En cambio el odio puede ser colectivo y debe serlo para los regímenes totalitarios; por lo cual, de pequeño, la escuela fascista me pedía que odiara a “todos” los hijos de Albión y Mario Appelius profería cada noche por la radio su “Dios maldiga a los ingleses”. Y eso es lo que quieren las dictaduras y los populismos, y a menudo también las religiones en su variante fundamentalista, porque el odio por el enemigo une a los pueblos y los hace arder a todos en un idéntico fuego. El amor calienta mi corazón en lo tocante a pocas personas, mientras que el odio calienta mi corazón y el corazón del que es de mi bando, en lo tocante a millones de personas, a una nación, a una etnia, a gente de color y lengua distintas. 

(…) El odio no es individualista sino generoso, filantrópico, y abraza en un mismo arrebato a inmensas multitudes. Solo en las novelas se nos dice lo bello que es morir de amor, pero en los periódicos, por lo menos cuando yo era niño, se representaba como bellísima la muerte del héroe que lo alcanzaba en el trance arrojar una bomba contra el odiado enemigo.

Por eso la historia de nuestra especie siempre ha estado más marcada por el odio, por las guerras y por las matanzas que por los actos de amor. Nuestra propensión hacia las delicias del odio es tan natural que a los caudillos de pueblos les resulta fácil cultivarlo, mientras que al amor nos invitan solo seres adustos que tienen la nauseabunda costumbre de besar a los leprosos.

Fragmentos de De la estupidez a la locura de Umberto Eco, de editorial Lumen.