• El profesor de escuela nocturna desarmó el paquete envuelto en papel de diario y mostró al alumnado joven su contenido. De treinta, solo dos supieron de qué se trataban aquellos rectangulitos ‑uno transparente y otro blanco‑ con una cinta marrón adentro. El profe los acicateó por una respuesta y muchos dijeron que debía ser un "repuesto de algo", "algo de adentro de las cocinas", y los más temerarios, "cositas eléctricas". Extrajo de su maletín un pasacasette y reprodujo allí lo que había dentro. Cumbia y Beatles, una combinación exótica. "También cuando yo era joven se escuchaba esto", dijo. Le gustó la escena, pero no sabía si reír o llorar.
     
  • Kerosene, también conocido como aceite de lámpara, es un combustible líquido ampliamente utilizado como combustible en la industria y en los hogares. Su nombre deriva del griego keros, que significa cera, y fue registrado como marca por Abraham Gesner en 1854. Antes de convertirse en una marca registrada, fue robado a los persas que ya lo tenían en uso hacía añares y apropiado por Occidente para su uso industrial. Lo vendían en la esquina de mi casa, en el almacén de los Raguzza, y la chica que conocí hace poco tiempo nada sabe de él, de su olor mefistofélico, su poder, su nobleza y su peligrosidad. Cuando se lo mencioné, dudó y preguntó si era el nombre de un bar o el de una isla ignota. "No importa", le dije y me dormí junto a ella, tan jovencita y  tan lejana.
     
  • El 4 de noviembre del 2016 se cumplieron 49 años de la final del Mundo de Fútbol interclubes disputada en Montevideo entre Racing y el Celtic, con aquel famoso gol de Cárdenas que millones de argentinos juran haber visto. Una batalla con muchos expulsados donde no faltaron las patadas, los pisotones y los codazos. Los chicos que no éramos del club de Avellaneda salimos a festejar igual, y como honra a la hazaña, le agregamos a las banditas rojas de nuestro equipo una azul y otra blanca como la camiseta de Racing. Al fin éramos campeones de algo, sabedores que vivíamos en la parte trasera del mundo, alejados de la tecnogía, los mundos del progreso y la felicidad de las civilizaciones avanzadas. A mi tío Francisco, nacido en Avellaneda, fue la primera vez que lo oí llorar, pues llamó a mi papá a lo de un vecino ‑uno de los pocos privilegiados al poseer aparato‑ para compartir su alegría. "Ya nos va a tocar a nosotros", prometió mi viejo.
     
  • La oscuridad en los techos de invierno eran un cuento nocturnal, extraído de los cromos rusos antiguos donde se veía una casita largando humo, perros vigilando y el viajero que llega por el camino, mono al hombro y anhelante porque le brinden algo de calor y comida. Era la Oscuridad, así con mayúsculas, pues las únicas luces probables eran las de las farolas y alguna que otra casa con el patio encendido por miedo, tal vez, a la leyenda de ladrones que se robaban la ropa colgada o alguna gallina para luego huir saltando por las medianeras. Era el misterio, el temor velado a descubrir acechanzas en cada sombra. Y todo aquello se debía a que te enviaban, munido de un palo de escoba o un secador, no a vigilar las almenas para detectar algún invasor ni apaciguar con una escopeta de balas de plata a algún lobizón matrero, sino a corregir la dirección de la antena, pues abajo, la familia quería sintonizar el único canal, Canal 7, y los malos vientos se habían ensañado hasta torcerla.
     
  • El mimeógrafo se asomaba de la oficina de las maestras como un monstruo celeste y negro que reproducía copias impuras y a veces ilegibles, pero era poderoso. Luego llegó la fotocopiadora, otra máquina inmensa y rectangular que emanaba fluídos luminescentes y cuyos resultados eran casi perfectos. Aquello nos cambió la vida. Y ni hablar cuando asistimos a la irrupción de las que vertían colores. Mapas, dibujos para su uso práctico. Cuando asistimos a la irradiación en copia de Isabel Sarli desnuda, en la librería de Esteban a escondidas de sus padres aquella noche, estoy seguro, ninguno durmió solo, acompañados por el paño de papel de la dama bajo la almohada.
     
  • La conoció en una casa, un viernes a la noche y le pareció una belleza, una modelito, rubia, perfecta. Al otro día se produjo el milagro de que salieran en grupo y pudo, mientras caminaban, obtener una promesa de que ella lo llamaría. En el apuro, primeramente, se olvidó de pedírselo él a ella ‑el número telefónico‑ y, segundo, que él no tenía ni siquiera el aparato. Para ocultar la torpeza le escribió en un papel los dígitos de su amigo. Quedaron que a las doce lo llamaba. Despertó  muy temprano en casa prestada. A las doce nada. "¿Habrá entendido a las dos?" Eso lo calmó. Pasó la tarde y nada. "Ah, capaz que entendió a las doce, pero de la noche", dijo para resignarse y conformarse un poco. A la una se durmió como pudo, decepcionado por no tener teléfono y por ser tan idiota de no habérselo pedido.
     
  • El paso del tren atravesando las venas de la ciudad era algo común. Pero en los cruces el espectáculo era mayúsculo: había quienes apresurados por temor al tren de carga ‑fatigoso y lento‑ cruzaban con la barrera baja. Solo en motos y bicicletas, muchas bicicletas, cientos de ellas. Autos casi no había, y más cerca del mediodía o sobre el atardecer, que era el horario de mayor tráfico obrero. El tren, hoy casi una rareza, se anunciaba con silbido agudo y el repiqueteo de la campanilla. Y el guardabarreras salía de su cucha con una bandera amarilla para asegurarse. Cuando le nombró la palabra "guardabarreras" a su nieta, ella se quedó interrogante, esperando le expliquen que significaba esa palabra. "Me sonó a una enfermedad", confesó. El abuelo pensó en Cavallo y su impulso de regalar los trenes, y casi se pone a llorar.
     
  • El padre de Terrugni arreglaba televisores y ello lo convertía en un superdotado. En la vereda de su casa supimos descubrir lamparitas quemadas, con el filamento chamuscado en una caja de cartón para que se las lleve el basurero "!Tienen veneno adentro!", nos advertía el pibe, pero nosotros, empeñados en escudriñar el futuro que presumíamos ahí dentro de ese cofre redondeado de vidrio, las rompíamos en el cordón de la vereda esperando que apareciera tal vez una ensoñación en medio del  polvillo, un "algo" que nos acercara el año 2000, una certeza de que el mundo sería liviano, práctico, generoso y repleto de magias. Ignorábamos la toxicidad de los artefactos vencidos y que el futuro habría de ser igual de imperfecto, desigual y tan peligroso, como esa ponzoña a la que no temíamos porque nos sabíamos inmortales.
     
  • Con mi primo devorábamos las series de espías donde sobreabundaban escuchas, microfilms y computadoras gigantes. El zapatófono de Maxvell Smart nos enloquecía: "Debería haber algo, como un micrófono con las las materias grabadas y uno las podría escuchar con un parlante en el oído y así hacer las pruebas para sacar un diez", ofertábamos como posibilidad. Tristemente, admitíamos que aquello constituía una locura y habría que estudiar o saber copiar. Cerca estábamos de intuir que aquella imagen sería lo usual en estos tiempos de chips y otros milagros. La hija del ex presidente Carlos Saúl ejemplificó el asunto siendo descubierta en un examen copiando con un walk man y sus micrófonos insertos bajo su cabellera en sus orejitas millonarias. Vaya a saberse porque vericuetos del alma y la memoria, mi primo, ya cerca de la muerte se acordó de aquello y me dijo: "Viste, teníamos razón che, ya existe lo que imaginábamos, pero llegamos tarde".
     
  • La noche que nos sentamos ante el televisor para ver la llegada del hombre a la luna fue una de calor con el satélite arriba, brillante y sereno. "¿Y si aparecen marcianos y atacan a los astronautas?", le comenté a mi papá. El, abstraído me contestó que no precisan salir en televisión porque están ocupados en otras cosas. "¿En qué cosas?", le interrogué. El se rascó la barbilla y solo dijo: "En hacernos creer cosas que no son". A la luz de lo que fue aquello, de la yankilandia, de los horrores que sobrevinieron con la excusa de haber conquistado el tesoro lunar, ahora lo entiendo a mi viejo un poco más.
     
  • Usábamos una soga y los extremos dos latas de tomates. Por ese grosero hilo llegaban nuestras voces amplificadas en bocina sobre nuestras bocas. Inalámbricos de barrios que nos hacían creer en un futuro perfecto. Luego, por tevé veíamos al despensero de una serie yankee dar manija a un teléfono primitivo y añorábamos eso como lo más sublime en comunicaciones. Luego, el teléfono con discado y el milagro que tras dos años de espera llegaba a una casa como un hecho trascendental y alucinatorio. Setecientos días para hablar con Dios.

 

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