A mediados de la década pasada, la artista y escritora francesa Pauline Fondevila (El Havre, 1972) escribió el guión de Echoesland (2004), un cómic con dibujos de François Olislaeger. En Echoesland (protagonizada por su alter ego “P.”) hay ecos de Little Nemo in Slumberland, de Winsor McCay, donde a su vez resuena Alice in Wonderland, de Lewis Carroll, y así hasta el infinito en el juego de espejos de la tradición hoy retrospectivamente bautizada con el nombre de dreampunk, o ficción que discurre al modo del sueño.

Poco después, Pauline Fondevila empezó a ir y venir entre Barcelona y Buenos Aires, obteniendo un doble reconocimiento por una obra plástica donde fue configurando en dibujos y objetos su imaginario, o lo que los críticos llamaron su “mitología personal”.

En ese período de su vida (2006,a sus 33 años) ella sitúa el “desvío” que relata en la autoficción dreampunk titulada Cinco días en Colón, nouvelle editada recientemente por Iván Rosado y que se suma a Una casa y un tambor (2012), de la misma autora y editorial.

Aquel primer libro funcionaba en tándem con su novela gráfica inédita Diario de un náufrago (2012), mientras que en el segundo, Fondevila elabora un relato mítico para explicarse su radicación en Rosario.

Qué de la historia es real y qué es ficción, no hay modo de saberlo, ni siquiera preguntando. El personaje de “A.”, emisor del llamado a la aventura, representa a Agustín González (a quien consta un caluroso agradecimiento en la portada), amigo y cómplice de Pauline en experiencias como Conferencia en una isla (2010), y quien no la delataría en su fabricación de una realidad alternativa. Porque acá no se trata de macanear o de mentir sino de producir el mito, en el mejor sentido de la palabra: el de relato constitutivo de una cultura. Una cultura pueden ser dos personas, o una y sus fantasmas.

Es con esta lógica que Fondevila entreteje desde siempre la ficción y el arte. Como curadora, lo hizo en 2012 con su trilogía de muestras colectivas para la Alianza Francesa. Como escritora, pertenece con Beckett y Conrad al linaje de náufragos que empiezan de nuevo en la playa de otro idioma, o de un nuevo dialecto idioma. Su uso de la lengua coloquial, lejos de la intención pintoresquista, suena más bien como un modo de entrar en confianza con el castellano rioplatense. Algo de esto aparece en su reflexión sobre los pronombres en segunda persona al final del libro.

El sueño y la utopía, en su obra, son realidades virtuales que adquieren espesor propio, a fuerza de insistencia y fe en el poder de la imaginación. La isla de San Borondón, por ejemplo, es una del archipiélago de las islas Canarias que según ciertos navegantes aparece y desaparece según su capricho. Su existencia es intermitente. ¿Leyenda, hecho inexplicable? No importa; la ficción pone entre paréntesis el problema de la verdad o de la falsedad de lo narrado. Y el nombre de la isla, que pasó a titular su exposición en la galería rosarina Diego Obligado en 2015, reaparece en su nueva nouvelle como el de una librería que a veces no existe y a veces sí.

En esos cinco días en Colón, la narradora está sola, como en un sueño. O no tanto: la acompaña un perro negro cuyo nombre, Quijote, alude a la aventura y resuena épicamente con el del lugar. Cada contingencia funciona como símbolo: “Me gustaba la idea de que  nuevo destino era en Entre Ríos, quizás porque sonaba como el reflejo de mi situación ambigua, de mi indecisión enfermiza, dudando siempre entre una cosa y la otra, entre un lugar y el otro, siempre entre varios amores, oficios, caminos”.

La presencia constante de una familia francesa de artistas ausentes (valga la contradicción) de apellido Godet (¿Godot?) va plasmando en imágenes un mundo de música, intuiciones y fantasías donde se borran (como en un sueño) las fronteras entre la interioridad y lo exterior. Un paisaje encontrado, pintado por Godet, expresa la situación de crisis personal de la viajera o soñante a través de la figura de un navegante que está a punto de romper su propia barca con un hacha.

Colón en este libro es menos un lugar que un espacio de transición entre dos vidas (Barcelona y Rosario), y como tal posee todos los atributos del universo narrativo del cuento fantástico. También se lo puede leer como una peripecia espiritual, un viaje a través de la interzona. En ese sentido es profundamente verdadero. También lo es como recuento de motivos que configuran el universo creativo de su autora: “[Godet] Dibujaba búhos, víboras, yacarés, dorados, rayas, pumas, iguanas, carpinchos, gatos y perros. También camalotes, sauces, palos borrachos, jazmines reales, flores de su jardín, enredaderas, cactus, tazas de metal, huesos, jarrones, martillos, molinos, guitarras españolas y cuchillos”. “Dibujé fantasmas, anclas, botellas, rostros barbudos, gaviotas, guitarras eléctricas, un pez llevando su casa en la espalda y un yacaré arriba de un tambor”.