Mi madre nunca tuvo vocación de cadáver, aunque, en los últimos años, se estaba muriendo a cada rato. No se moría, se acercaba al borde y se asomaba y ahí se quedaba un momento largo, se bamboleaba con una media sonrisa entre ingenua y desafiante, medía la altura, miraba sin los anteojos ahumados hacia el sol que la encandilaba, respiraba hondo, volvía a considerar los riesgos y las afinidades, los ángulos de voluptuosidad, aquello más horrendo de lo negado; la asaltaban fantasmas de libertad.

No le interesaba si la inclinación del edificio que se proyectaba sobre Rivadavia angosta como una declinación concreta había sido a propósito o un error del arquitecto o del constructor o de un ideólogo. Ella intentaba calcular cuánto tardaría el edificio en colapsar y derrumbarse; se paraba en la esquina sur y miraba hacia el horizonte y medía la inclinación estirando el dedo índice entre el punto más alto de la terraza y un poste de cableado; sabía que esa distancia no era algo preciso o inamovible porque un poste no es un árbol pero tampoco es una roca, aunque estaba convencida de que cuando hubiera un cambio visible ella lo notaría y en ese momento el derrumbe sería una cuestión de horas. La incertidumbre y la tensión aflojaban, ya no había que esperar.

En esos días en que anticipaba el final con una rara excitación, escuchaba discos que hacía sonar una y otra vez sin aburrirse: iba hasta la bandeja y volvía a traer ese sonido y ese fraseo con la suavidad de quien manipula algo delicado, hasta el primer surco. Cuando recomenzaban los primeros acordes, se deslizaba en el sofá, estiraba las piernas lánguidas sobre la mesa y prendía un cigarrillo y, con los ojos cerrados, seguía la música y la letra y a veces acompañaba la melodía con un gesto de la mano, ímpetu de sentimiento.  

La música la arrullaba en algo familiar, en lo único que no la hacía esconderse o aullar para imponer una distancia, así lograba que nadie se acercara a su vértigo o a su miedo o a su voz.

Cuando dejaba de escucharla, estaba atenta al movimiento del edificio los días de viento descontrolado, los ciclones imprevistos por los servicios meteorológicos en la ciudad. Dicen que todos los edificios tienen un movimiento interno, un mínimo margen de flexibilidad en los materiales para que puedan contraerse o expandirse con los cambios de temperatura y jueguen con los elementos de la naturaleza.

El día en que viera crecer la sombra sobre Rivadavia sería la señal de que el edificio se derrumbaría sin darles tiempo a sus habitantes a ponerse a salvo. Estaría ella ahí para ver ese momento, o para buscar entre los escombros cuerpos vivos que lucharan por una bocanada de aire y arrastrarlos hacia la luz. Esa escena la atormentaba, volvía una y otra vez en su sueño y en su vigilia. Ella tenía esa doble actitud desconcertante: la de registrar minuto a minuto sus cambios de temperatura, humor, ánimo y la de disponerse para el otro sin medir las consecuencias, estaba atenta a los desesperados que atravesaban el camino a cada rato, convencida de que su intervención haría una diferencia.

Harta de su pelo fino que no lograba ninguna forma aceptable para su crudeza y sinceridad, mi madre se había identificado con la cantante calva, se había pelado, y se había ido a vivir debajo de la tierra, donde nadie hablaba del agotamiento de las imposturas porque lo que primaba era sobrevivir sin saber si era de día o de noche. Ya nadie podía escribir sobre el amor con palabras vivas, la emoción se exageraba, se actuaba de manera tal que ya no se sabía si ese ser proyectado en la pantalla era él o ella o su invento. Su personaje, su máscara se había adherido tanto a la piel que no podía distinguir lo auténtico, no se atrevía a hablar de verdades, lenguaje antiguo al que ya nadie podía volver. Para sobrevivir en las ciudades no les quedaba otra que versionar, inventar versiones de alguien, ensayar falsificaciones de lo que pudo haber sido. La actitud del cuerpo, el modo de afirmarse sobre las piernas, de cargar o aligerar los hombros, la rapidez o la elasticidad del paso, la cabeza en alto o hundida sin remedio, sin nunca mirar atrás o a los costados, la expresión sonriente, aparentemente liviana, o preocupada o taciturna. Las personalidades múltiples, antes tratadas como patologías, no sorprendían a nadie, eran una posibilidad dentro de la convivencia pública. La vida privada se daba vuelta del derecho y del revés y no contenía nada. Todos decían –se expresaban–, pero nadie escuchaba.

À mère
AMER
A mamá/madre
Amargo
era lo mismo

Un día mamá nos informó: “Me voy a vivir a la plaza”. “¡Pero cómo…!”. “Una vez les dije que podía vivir en un banco de plaza, y no fue una provocación para incentivar la autonomía”. “¡Cómo sos… (qué tipa)!”

Tanto tiempo balanceándose en el borde del abismo, ahora apostaba a la vida con una afirmación contundente, ella se aventuraba a lo imprevisible. No intentamos disuadirla porque siempre había hecho lo que había querido. Siempre. Era incapaz de inventar lo que no sentía ni hacer lo que no le interesaba.

Era cierto que en las plazas y en los parques se respiraba una vitalidad que se desinflaba en cuanto se trasponía la puerta de las viviendas; el movimiento impredecible del que la cruza para acortar camino, para protegerse del sol o de la lluvia; el que se sienta en un banco a descansar o el que se refugia porque no tiene adonde ir; la compañía que busca el diálogo o provoca una tensión malvenida en un territorio nuevo.

Mi madre se acomodó en un banco que miraba al norte en el Parque Lezama. Cuando la fuimos a visitar estaba comiendo un pebete de jamón y queso que sostenía con una servilleta para no engrasarse las manos; no sé si se alegró de vernos, al menos no se esforzó en disimular que no nos esperaba y que no le hacíamos falta. Más tarde recordamos que cuando el sol bajó y ella se sacó los anteojos ahumados, su mirada brillaba con un destello que no le conocíamos. No lo dijimos pero nos alivió que prescindiera de nosotros. Nunca se nos había ocurrido la posibilidad de otra vida.

Tal vez fue esa prescindencia la que provocó la curiosidad de un primo que empezó a pasar por la bajada de Defensa como si se tratara de algo casual. El primo veía en la deriva de mamá un relato para un cuento y la rondó sin que ella se sintiera espiada (justamente no quería ahuyentarla). De día la vio atenta a los movimientos de su nuevo territorio, caminar libre, observando cada manifestación espontánea y detenerse en lo que la convocaba; a veces avanzaba por algunas calles laterales y volvía a su banco en el pabellón de las estatuas “griegas” y el templete. Observaba todo. De noche desaparecía, seguramente se acostaba debajo de un banco o de cualquiera de los muchos arbustos frondosos de la barranca y se tapaba con ramas y follaje.

Poco tiempo después él nos contó que mamá desapareció del Lezama. Había descubierto que existía en Buenos Aires una vida subterránea con un anhelo jamás imaginado. El primo había escuchado un intercambio con un compañero asiduo de banco, más andariego que ella. “Salgamos, quiero llevarte a un lugar.” Mamá se inquietó. Sin embargo. “Dónde.” “En la Plaza San Martín.” “Cuándo.” “A las 8 de la noche.” No preguntó nada más. “Si no venís no vas a creerme.”

Al día siguiente, al anochecer, cruzaron el Bajo hasta Retiro, subieron la barranca de Maipú y bordearon la plaza. Mientras caminaban hacia adentro, mamá vio algunas personas sentadas en los bancos de espaldas a los últimos rayos de luz. El la tomó de la mano y la obligó a apurar el paso para ocultarse detrás de un árbol de tronco poderoso, una tuya; esperaron un momento, él se agachó y levantó una tapa cubierta de pasto. Bajaron por unos escalones de cemento, hacia el subsuelo de la plaza. Estaba fresco, unos faroles bañaban las superficies de verde. Mamá miró hacia arriba: habrían bajado casi tres metros.

Dio unos pasos y al fondo del túnel divisó gente sentada; avanzó un poco más y vio que eran hombres, mujeres y niños en un largo banco contra la pared, en fila. La palidez se concentraba en esas caras, ¿o tal vez fuera la luz verdosa de los faroles? Le clavaron la mirada pero enseguida sintió que se enfriaba. Nadie hablaba.

El le había soltado la mano cuando bajaron las escaleras, pero estaba ahí, a medio metro. Ella miró hacia el fondo del pasillo y le pareció que seguía de manera interminable.

Durante un tiempo que no podía precisar, cientos de personas habían estado descendiendo hacia el nivel menos uno (así lo llamó). Algunos se aventuraban para atravesar la ciudad por esos pasillos subterráneos, podían recorrerla sin encorvarse; otros acudían desesperados como quien recurre a un refugio antiatómico, los unía la fuerza de un objetivo común, y eso les contagiaba una confianza secreta, un aliento. En cada plaza un árbol, seguido de una cadena de arbustos de gran follaje, encubría una entrada, una escalera y un pasadizo hacia un nivel inferior. Cada uno era un eslabón de una enorme cadena puesta en funcionamiento por los desclasados y los que se habían autoeyectado. Estar fuera del sistema de control, literalmente, pero no por eso estar fuera del mundo, necesariamente.

La burla, pensaba mamá mientras recorría la ciudad despierta en sus catacumbas y hablaba con las personas que enlazaban sus historias y su porvenir, consistía en aprovecharse del sistema, de sus desechos y descartes, mientras se ganaba terreno estableciendo vínculos, alianzas, complicidades. Pelearse contra el sistema en esa situación de debilidad y desventaja sería perder la batalla de antemano. Se trataba de armar una red en el sentido más lato, que atravesara la ciudad y sus nudos subterráneos.

Los de abajo armaban una ofensiva aunque fuera al estilo de las hormigas (construían una situación que se les desarmaba permanentemente, convivían con la amenaza), bordaban una estrategia. Se habían llamado a perspicacia en la preparación de la revuelta, tenían los circuitos y los accesos muy bien estudiados. Si habían aceptado ser desalojados no había sido para siempre. Bastaba con el entendimiento que les daba la amenaza de la disolución y la cercanía de la muerte.

La vida subterránea, una vía, un corredor, un campo de cero influencia. El espacio era imposible de visualizar en su totalidad, pero los más rebeldes necesitaban conocer las posiciones. Se pasaban el día y la noche recorriendo la ciudad para definir el ataque lo más pronto posible. Había un cabecilla por cada plaza –los centros donde confluían las zonas de influencia–, solamente había que encontrar la tapa de acceso a la escalera que descendía hacia el corredor que comunicaba a la ciudad subterránea a lo largo de innumerables kilómetros.

Mamá bajó dos, tres, cuatro veces con el compañero y su perro, y en la promesa de la batalla encontró residencia. Ya no quiso volver a su vieja plaza.

 

El muy atento iba por la ciudad y veía el movimiento, se detenía en los parques, los caminaba, los recorría de norte a sur y de este a oeste hasta que notaba el punto de desorden que se había introducido en la ciudad. El muy atento era un personaje inquieto, dispuesto a desentrañar las señales más diversas. Observaba casi sin obsesionarse o proponérselo hasta que saltaba a la vista lo que estaba fuera de lugar. Sabía exactamente cuál era la tapa que cubría el acceso al corredor subterráneo. Sería testigo del movimiento subrepticio; cierta agitación del follaje. Los hombres y mujeres que aparecían en escena sin llamar la atención desaparecían detrás de los arbustos. Habían reaccionado antes de convertirse en fantasmas o espectros. Todavía estaban a tiempo. Las plazas habían adquirido una vibración perceptible para el que estaba alerta. En poco tiempo pudo darse cuenta de cuál era el cabecilla de esa estación. En realidad habían decidido organizarse en lugar de lanzarse a la desesperación más estéril. Expectante, el atento caminaba las plazas en puntas de pie. Con respeto. No se atrevía a ir más allá, a asomarse, ni a bajar.

Le gustaba pensar que eran centenares, miles, que se habían autoconvocado. Entonces eran tantos los que bajaban, tantos que ya no se sabía si había más personas arriba o abajo. La ciudad quedaba dividida, partida. Lo habían decidido y se habían ido a vivir abajo. En un primer momento habían pensado organizarse para matarlos a todos y tomar el poder, hacer alguna justicia. La revancha tan comprensible, casi para descontar. Cómo no imaginarlo.

El atento trató de descifrar cuándo sería el ataque. El riesgo de que esa actividad fuera visible a otros era grande, seguramente sería pronto. Tal vez ya había empezado. ¿Qué le garantizaba a él que quedaría afuera de los acontecimientos? En el mejor de los casos, tal vez solo sería un testigo. No confiaba en el presidente ni en el vicepresidente ni en los senadores ni en los concejales como para ir a avisar de que algo tremendo se estaba tramando. Descartaba que lo que sucedía allí abajo fueran trabajos subterráneos o reparaciones de algún tipo. Ni hombres trabajando ni la compañía de gas ni de electricidad ni la de aguas del gobierno de la ciudad. Si no hacía nada tal vez fuera arrollado por la gran catástrofe; si se asomaba a conocer la naturaleza del monumental operativo tal vez consiguiera tranquilizarse, o todo lo contrario, tal vez el terror lo inmovilizaría y le impediría escapar a tiempo. ¿Pero escapar adónde? No podía imaginar un lugar bajo el sol que quedara a salvo.

El atento ya no durmió. Se instaló en un banco de la plaza para anticipar el desenlace; calculó que habría una cierta regularidad en los movimientos, y en cuanto esta regularidad se acelerara sería el momento de prepararse.

Pasó días allí sentado, sin moverse. Había elegido el banco ubicado justo enfrente de la entrada a la vida subterránea. Pronto se dio cuenta de que no quería que nadie más se avivara de lo que él veía. En muchos momentos se sentaban personas en el mismo banco que hablaban de las cosas más variadas. Le gustaba escuchar las conversaciones de extraños. Seguramente mirarían distraídamente a su alrededor y en algún momento se irían. La actividad de la plaza era la habitual durante todo el día hasta el atardecer. Él tenía los movimientos alrededor de la tuya registrados: en cuanto el sol bajaba, en ese instante en que la luz cambia por completo, se produce una falta de nitidez y precisión que no es percibida de manera consciente, ese instante difuso era aprovechado por dos hombres y tres mujeres, diferentes cada día, para levantar la tapa oculta por el pasto y bajar sin ser vistos por nadie. Cada día eran hombres y mujeres diferentes, siempre vestidos de marrón o de verde. El tercer día bajaron, con la misma rapidez y el mismo sigilo, siete y no cinco, y el atento se convenció de que la acción ya se desencadenaría y empezó a resignarse a ser testigo de un hecho histórico que, en el mejor de los casos, modificaría su vida para siempre.

Permaneció allí seis días.

El día siete se sentaron dos hombres a su lado en el banco y escuchó una conversación que lo shockeó por completo. Había sido desbaratado un alzamiento. La información se había filtrado y había llegado al gobierno y a las fuerzas del orden. Alguien los había traicionado. Claro. Alguien que se había acobardado o que se había dejado comprar. Que se había ilusionado con recibir algo a cambio. Pensó que, aun teniendo la certeza de un plan que arrasara con todo, él no los habría delatado.

El atento permaneció allí, ansioso por que llegara el atardecer para ver a las cinco o seis o siete sombras desaparecer hacia el subsuelo. Estaba pendiente de cualquier señal que le confirmara que esa información era un rumor, un invento. Pero llegó el instante en que el sol desaparece y la luz cambia por completo y no vio ni a siete ni a seis personas oscuras desaparecer por la tapa detrás de la tuya, ni a cinco ni a una.