Cuando el filósofo Baruch Spinoza concluyó hace siglos: “Nadie hasta ahora ha determinado lo que un cuerpo puede”, activó una máquina de loca-conmoción que se llama Esther Díaz, y vive en la Argentina. Existencia barroca hasta el mareo desde que decidió emanciparse de su origen, cualquier síntesis que pueda yo ensayar sobre esta doctora en filosofía es empobrecer su figura. Sabrán perdonarme. No alcanza con ceñirla a la categoría mujer, porque para un puto ella habita en nuestra singularidad, o, mejor, le hace espejo fuera del closet. Epistemóloga destacada contra toda corriente (desde el mundo familiar hasta el positivismo prostático), su oficio de juventud fue de peluquera. Vaya. Ahora a los setenta y pico se puso a aprender teatro y se animó a donar el propio cuerpo, envuelto y desenvuelto como arte en obra, a través de Mujer nómade, documental dirigido por Martín Farina, estrenado en el Bafici 2018 y de inmediato en competencia en el Festival lgtbiq Asterisco. Durante noviembre, la película inició en el Malba un recorrido local e internacional que, intuyo, dará más frutos que los que el director y la protagonista  habrán imaginado. Un encuentro, el de ambos, tan productivo que en la sala, cuando se encienden las luces, la atmósfera es ya otra; es una isla que se separó del continente.  

Farina -por suerte- no se conforma con el lenguaje preconcebido de la crónica clásica; prefiere pensar y construir a través de imágenes que son fractos del presente y retorno del pasado, estallidos del significante Esther Díaz que se manifiestan menos como drama que como  tragedia: “la tragedia no tiene solución, son dos fuerzas que chocan de frente”, dice ella al público. La vida gozada y en eclosión (que volvería a elegir); multiplicación de experiencias sexuales a partir de los cincuenta y el persistente fantasma de la muerte como su alferez en la deriva. Las drogas, por supuesto, al filo de producirle avería pero sin terminar de quebrarla, como sí a su propia hija. Un exmarido golpeador, un suicidio fallido, el coma inducido, los hijos muertos. La película es la bitácora de un cuerpo que navega la filosofía deleuziana, pero que aprendió donde detenerse. Desterritorializada, tal como define Deleuze, pero no hasta el extremo de  acabar por hundirse en un estanque. Si es necesario contradecirse para afirmar la vida, pues se contradice. 

El director eligió el primer plano de un rostro que discurre en sucesivas intervenciones. Piel, pelo, maquillaje permanente de cejas y ojos. Discurre en compañía de esteticistas; nada de ese ambiente le es ajeno. Su voz alimenta el clima de gineceo que juega una partida de truco con la vejez. Y, como en el cuadro  La escuela de Platón, uno la imagina en el centro de una ronda de discípulas maricuelas: en su espejo puede draguearse un puto insaciable. Es como ese personaje de Diego Capusotto: el puto  que asusta y cautiva. Un algo más allá de la mujer; una mujer que te desestabiliza pero a la que siempre le estás pidiendo un gesto de hospitalidad. 

Su manera de hablar ansiosa e histriónica, que conocen tan bien los estudiantes, pudo ser acá reconducida a la calma. Esther se descubre actriz, mientras aprende y puede. Se obliga a abrir la intimidad para no defraudar ni defraudarse. Un hijo murió mientras se filmaba la película; Fabiana, cuya psicosis no podía prever, aunque acaso sí el final, es una deuda que aún le cobra el pasado: “Me pregunto si mi vida alocada de aquellos años no habrá sido en parte la causa”.

¿Se puede hacer el documental de un devenir? Si hubo un Orlando, hay una Esther. Farina acierta al creer en las posibilidades de su palabra y su rostro. El fluir de conciencia de la filósofa supera el rigor académico que lo hubiese convertido en plomo, porque  no se ancla en la exhibición de un saber. Se la ve llorando, puteando, espléndida, imperativa y vulnerable. Sometida a prácticas médicas, a especialistas en rejuvenecimiento: “¿por qué quedarse con las arrugas; quién lo exige, para qué sirven?”. Cuando llegó la madurez mandó todo lo que ya no servía a la mierda. Marido, oficio, preceptos. Y salió del closet. Quizá Mujer nómade sea sobre todo la narración de esa salida. Empieza diciendo “Cuando cumplí cincuenta años...” Y a partir de ahí, detona la película. Como en Dante, al que se le revela el inframundo cuando promedia los treinta y cinco, la cifra cincuenta es acá fundacional.

A lo último, como si fuese siempre un principio, deviene vieja, pero reafirmando la vida a través de la creación. La vejez profana y daña, pero no suprime el Eros. El chongazo Juan Manuel Martino, que atraviesa la película como una ficción emergida del deseo, se vuelve herramienta para un último testimonio. Quien ya nos había hecho encender como antorcha en la película Taekwondo es conducido por Farina a la cama de Esther, que ofrece al público una lección que el último Michel Foucault hubiera celebrado: tiene un orgasmo sin necesidad de ser penetrada. La pantalla queda en blanco, se calcina, en medio del gemido de placer. Ella consigue casi a sus ochenta enseñar que es en toda la superficie de un cuerpo no canonizable, sin el protagonismo certificado de la cópula, donde el postporno se goza en plenitud.

Domingos a las 18 en el Malba, Av. Figueroa Alcorta 3415.