“Nuestro país ha vuelto al mundo”. Este lema parece ser una de las pocas promesas de campaña cumplidas por el actual gobierno. El macrismo ha logrado que la Argentina ocupe un lugar preponderante en el escenario internacional, aunque no por buenas noticias. La detención arbitraria de Milagro Sala ha merecido el señalamiento de prestigiosos organismos como Human Rights, la ONU y la OEA. En el terreno económico, según The Financial Times, la Argentina emitió la deuda más grande en 20 años de un país en desarrollo. También tuvo amplia repercusión en la prensa extranjera (no así en el ámbito local), las cuentas offshore del Presidente (Panama Papers). Y recientemente tomó estado público que en el caso Lava Jato se encuentra implicado el Jefe de Inteligencia y amigo personal de Mauricio Macri, Gustavo Arribas.

De igual manera, la inflación de 2016 no solo ha marcado un nuevo record para la historia reciente, sino que también consiguió posicionar a la Argentina en un lugar destacado en el mundo. Según la Universidad Metropolitana para la Educación y el Trabajo (UMET), la inflación fue del 40,9 por ciento, el nivel más alto en los últimos 25 años (el estudio también revela que su impacto negativo se intensifica en los hogares de menores ingresos). 

En la misma línea, el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, insospechado de kirchnerista, calculó un 41 por ciento. Estas cifras alternativas a las oficiales a nivel nacional cobran importancia debido al prolongado apagón estadístico del Indec, que comenzó a relevar la evolución de precios recién en mayo último. 

El gobierno encuentra así una nueva razón para sentir orgulloso: tomando en consideración el índice más bajo (el de la UMET: 40,9 por ciento),en 2016 la Argentina figuró en el cuarto lugar entre los países con más inflación a nivel mundial,solo por detrás de Sudán del Sur (476 por ciento), la tan temida Venezuela (475) y Surinam (67). 

Cabe recordar que el ahora ex ministro de Hacienda y Finanzas, Alfonso Prat Gay, había estimado que en 2016 la inflación no sería superior al 25 por ciento. El Presidente, poco tiempo después, lo corrigió, diciendo que iba a estar más cerca del 20 que del 25 por ciento. Estos pronósticos fueron promocionados ampliamente por el gobierno para forzar paritarias a la baja: “Cada gremio verá dónde le aprieta el zapato”, advirtió Prat Gay. 

Misión cumplida: en 2016, el poder adquisitivo de los trabajadores ha disminuido en relación con el año anterior. It’snot a bug,it’s a feature. O dicho en criollo, no hubo error de cálculo: la devaluación de la moneda local tuvo como objetivo primordial bajar los costos salariales, una de las grandes obsesiones del Presidente hasta el día de hoy.

Los datos sobre la inflación, elocuentes por sí mismos, no pueden desligarse de una de las medidas que el gobierno suele publicitar como exitosas, la salida del denominado “cepo cambiario”. Prat Gay sostenía, hacia el final del período kirchnerista, que la total liberación en el mercado cambiario y la consecuente devaluación que ella implicaría no iba a tener efectos en los precios. “La economía ya está funcionando al nivel del dólar blue”. Hoy ese razonamiento es rechazado por el propio Indec porteño y por el actual ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne. 

La devaluación fue un componente importante en la escalada inflacionaria en 2016 y se articuló con otros elementos que la potenciaron, como el tarifazo de numerosos servicios públicos, la redefinición (virtual desmantelamiento) del programa de “precios cuidados”, entre otros.

Es sabido que existe una relación estrecha e histórica entre las variaciones en el tipo de cambio y la inflación en nuestro país, que cuenta con una estructura industrial con bajos niveles de integración y que, por ende, depende de las importaciones para abastecer muchos de los productos elaborados en la Argentina. Tal dependencia se ha intensificado, además, desde el fin del modelo de industrialización por sustitución de importaciones, a mediados de los años setenta. 

En la formación de falsas expectativas, el relato gubernamental no operó en soledad. Consultoras privadas y medios de comunicación han promovido escenarios acordes con las necesidades del poder político. El 15 de marzo de 2016, por ejemplo, Clarín publicó una nota con el siguiente título: “Encuesta: en 2016 la inflación será del 30% y el PIB caerá 0,3%”, en base a un informe realizado por la consultora LatinFocus Consensus Forecast que, a su vez, incluía una encuesta a distintas consultoras y bancos. El JP Morgan (de donde provienen Alfonso Prat Gay y Luis Caputo) fue más optimista que el promedio: calculaba una inflación del 30 por ciento, igual que la consultora Elypsis (cuyo actual director asesora al gobierno).

Futuro

El contraste entre los pronósticos y lo efectivamente ocurrido debería alertar sobre el futuro. En el presupuesto 2017, se incluyó una pauta inflacionaria del 17 por ciento para este año. Y casi como un calco de la mecánica observada en 2016, distintos funcionarios gubernamentales se apuraron en instalar la idea de que las paritarias no deberían superar el 18 por ciento. El objetivo (la obsesión) no cambia: reducir el costo laboral, en consonancia con las aspiraciones de los grandes empresarios del país. 

Otra razón para el pesimismo se deriva del análisis de lo sucedido en los últimos años, no solo con la evolución de la inflación sino también en relación con su impacto en otras variables económicas centrales. Por ejemplo, a principios de los noventa, el menemismo logró bajar la inflación en forma notable: pasó del 84 por ciento en 1991 al 17,5 por ciento en 1992. No está de más recordar los instrumentos que se usaron para consolidar esa reducción a lo largo de una década: la convertibilidad y el ilusorio uno a uno, el endeudamiento externo en dólares atado a la paridad cambiaria, la apertura comercial, la desindustrialización y el desempleo.  

En 2002-2003 volvió a producirse un marcado y repentino descenso de la inflación. El estallido de la convertibilidad provocó que en 2002 el Índice de Precios al Consumidor superara el 40 por ciento, y un año más tarde, en 2003, descendiera al 3,7 por ciento. Cabe decir que este resultado se consiguió en un contexto macroeconómico muy diferente al de la actualidad: no se permitieron aumentos tarifarios generalizados, había superávit fiscal, la Argentina venía de cuatro años de recesión económica, tenía un desempleo cercano al 20 por ciento, y durante 2003 el dólar cotizó a la baja. 

Tras la devaluación de 2002 (y la brutal y profundamente regresiva transferencia de ingresos generada), estaban todas las condiciones para que la economía crezca fuertemente, como efectivamente ocurrió a partir de ese momento. 

Finalmente, una experiencia más cercana en el tiempo ocurrió en el último tramo del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, cuando la inflación bajó de un año a otro, pero en forma moderada: en 2014, había sido del 36,8 por ciento y en 2015 (hasta noviembre, cuando se impuso Macri en el ballotage) bajó al 23,9 por ciento (dato de Cifra-CTA). De estos antecedentes, se puede derivar una lección: un descenso brusco de la inflación de un año a otro suele conllevar daños sociales y económicos significativos. 

En definitiva, las proyecciones en 2016, aunque incorrectas, fueron funcionales al objetivo principal del gobierno: bajar los salarios. 

¿Se replicará la misma lógica en 2017? 

Los anuncios sobre nuevos aumentos tarifarios en los pocos días que lleva el año no alimentan presagios positivos. En esas circunstancias, ¿podrá descender la inflación desde el 40 al 17 por ciento, como imagina el gobierno? Y más importante aún, en caso que lo logre, ¿qué costos tendrá en términos económicos y sociales?

* Politólogo, magister en economía política (Flacso). 

Director de @elloropolitico.