Desde Tijuana, Baja California, México 

Las duchas sueltan un hilo de agua que apenas alcanza para enjuagarse. No hay techo ni paredes y el piso de tierra ya es un gran charco inundado. Detrás se ve una avenida y después de los coches, a unos 20 metros, como telón de fondo, el muro que separa a México de Estados Unidos.

Cientos de inmigrantes centroamericanos se bañan en calzones en estas duchas al aire libre en Tijuana, junto a la cancha del béisbol del deportivo Benito Juárez que se ha transformado en albergue temporal. Es esto o nada, no hay más opciones para cerca de dos mil personas que llegaron a esta ciudad en las últimas horas, según los cálculos de autoridades y prensa. 

“Ahora te voy a bañar a ti”, dice Charol a su hijo Dylan, de 4 años, mientras carga en brazos al más chiquito, Froylán, de 4 meses. 

–¿Cómo están? –le pregunto.

–Indecisos. No sabemos qué vamos a hacer –responde. Viaja con su esposo, sus dos hijos, su mamá y cuatro hermanos. Salieron de Guatemala hace varios meses. Iban encima del tren La Bestia pero tuvieron que quedarse un tiempo en México cuando ella, asustada, dio a luz a Froylán que nació prematuro. El 12 de octubre arrancó la primera Caravana Migrante desde Honduras y esta familia se sumó al paso, como otras miles que no arrancaron juntas desde el comienzo.

La incertidumbre se siente en todo el campamento improvisado en Tijuana. Son hombres, mujeres y niños guatemaltecos, hondureños y salvadoreños que han atravesado varios países y ahora el territorio completo de México para llegar hasta la frontera con Estados Unidos. Ahora que ya están aquí, toparon con un muro que parece infranqueable y las opciones no se ven claras.

¿Buscar asilo? Era el anhelo de todos, pero al llegar a esta ciudad se enteraron que tendrían que esperar más de dos meses sólo para que les reciban una solicitud. Con pocas probabilidades de ser aceptada, porque el presidente estadounidense Donald Trump ha dicho muchas veces que los inmigrantes centroamericanos no son bienvenidos al otro lado de la frontera.

Para muchos, tampoco parece opción segura el cruzar de forma ilegal. Porque no tienen dinero para pagar a un coyote –traficante a sueldo– o porque los atraparían fácilmente: no sólo es el muro de hierro, también hay vigilancia permanente, patrullas, cuatrimotos, agentes a caballo, cámaras, alambres de púas y helicópteros que sobrevuelan la zona. Menos viable todavía resulta para las familias que llevan niños y bebés, tantas que periodistas han llamado a esta La marcha de las carreolas (cochecitos). 

Entre carpas y refugios armados con palos, frazadas y lonas, se escuchan los debates de cada grupo. Se escuchan en voz baja y los rostros lucen tensos –más que antes– porque esta ciudad no ha sido hospitalaria con ellos. En el camino habían encontrado más solidaridad que rechazo pero en Tijuana brotó la xenofobia. Apenas llegados, un grupo de vecinos los encaró a gritos y el domingo cerca de 300 personas realizaron una manifestación anti-inmigrantes centroamericanos. 

Repitieron consignas como “¡No más hondureños!”, “¡Migrantes sí, invasores no!”. 

Lucio Aguayo, 69 años, un hombre mayor que usa un andador para caminar y lleva una gran cruz de plata colgando en el pecho, estuvo en la protesta. “No queremos delincuentes –explicó su repudio–. He visto que están agrediendo gente, haciendo popó (caca) en la calle, eso no se vale”. Repudia a quienes llegan pero tampoco él es tijuanense: nació en el estado de Zacatecas y migró aquí cuando tenía 14 años. 

La suya es la historia de prácticamente todos. Esta ciudad está compuesta por migrantes, su población comenzó a crecer exponencialmente por la llegada de personas a partir de la década de 1940-1950 y ha seguido creciendo sin pausa desde entonces por la llegada de personas provenientes de otros estados y países. En 1960 tenía 162 mil habitantes, en 1980 ya eran casi el triple –429 mil– y en 2010 alcanzó el millón 300 mil personas, según datos oficiales.

Este domingo, la protesta anti-centroamericanos llegó a las puertas del refugio de la Caravana Migrante. “¡Vamos a echar a esos hondureños!”, gritaban manifestantes enardecidos mientras ondeaban banderas mexicanas. “¡Ni siquiera les gusta nuestra comida. No les gustan los frijoles!”, argumentaba un señor de unos 60 años. 

La policía les impidió el paso. Los inmigrantes quedaron encerrados dentro del centro deportivo, por precaución. Durmieron, escucharon música, jugaron al fútbol. Otros pasaron horas pegados a la reja, escuchando de lejos la protesta que pretendía echarlos de la ciudad.

“Nosotros estamos tranquilos porque sabemos que no hemos hecho nada malo”, dice Pedro Flores, de 23 años, nacido en Guatemala. “Vi la caravana por televisión y dije ‘quiero sumarme porque también quiero perseguir un sueño’”. En su país de origen trabajaba como cocinero en un pequeño negocio “pero el sueldo no me alcanzaba para la renta y alimentos. Tengo familia, una hija de 6 años”. La suya es la realidad de muchos: Guatemala tiene al entre el 60 y el 76% de su población sobreviviendo en la pobreza, cifra que varía según regiones, ha informado Naciones Unidas. 

Pedro imaginaba que el viaje sería más fácil, se le ha hecho pesado. Pero después de recorrer más de cuatro mil kilómetros no tiene dudas “no hay vuelta atrás. Me voy a Estados Unidos o me quedo aquí. El que no arriesga, no progresa”.

También aferrado a las rejas está Emanuel García, hondureño. Dice que huyó “porque allá ya no se puede vivir. Si se le antoja al gobierno o al crimen organizado, te sacan de la casa. Si no te sales, te matan con todo y familia. Tampoco se puede poner ni un negocio porque no te dejan trabajar”. Las cifras de Honduras no tienen proporción: pobreza que supera al 60% de la población y violencia sin límite. “Pese a haber reducido los homicidios en 2017, San Pedro (Sula) todavía tiene una tasa de 51,18 asesinatos por cada 100.000 habitantes. Según las Naciones Unidas, si la tasa supera los diez, hablamos de una “epidemia de homicidios”, resume el periodista Óscar Martínez, quien conoce a fondo la problemática de la migración centroamericana y sus orígenes.

Emanuel García, la mirada triste y con un colgante en el pecho que reza los derechos de los refugiados, completa: “Esta no es una caravana, esto es un éxodo. Al decirnos caravana nos dan un golpe a nuestra dignidad, eso es lo que debe entender el mundo. Nosotros necesitamos refugio, protección”. 

Y son miles. Cerca de dos mil personas han llegado a Tijuana pero se espera el arribo de al menos dos mil más que están cerca, en la ciudad de Mexicali. Otros tantos vendrían de Sonora a bordo de autobuses y miles siguen atravesando estados como Querétaro y Jalisco. Ya no hay una sino muchas caravanas, incluso se reportan algunas saliendo por estos días desde Honduras y Guatemala. Ya no hay siquiera estimaciones: no se sabe cuántas personas ni grupos caminan. Planean llegar hasta aquí, pero nadie sabe por dónde seguirá el camino. 

México se debate entre quienes apoyan a los inmigrantes centroamericanos y quienes los rechazan. Hay expresiones racistas en redes sociales pero también miles que les regalan ropa y comida. Mientras eso ocurre, en el albergue improvisado de Tijuana, un grupo de muchachos cuelga en las rejas una bandera que pintaron. Dice “Gracias México por su ayuda y cariño”.