No tuve hermano, lo tuve a Paulino. Amigos siameses unidos por una medianera. Llegó al mundo tres días antes que yo. Setenta y dos horas  mayor, suficientes para sacar ventaja en todos los juegos. Después de  la calle, su patio arbolado era el lugar en donde más disfrutaba de la vida. Dos enormes jazmines eran la puerta a una verdadera fábrica verde de ciruelas, duraznos, higos, naranjas y mandarinas. Detrás, la huerta, en el fondo, un viejo gallinero. "No bauticen a los pollos que después no se los van a querer comer", aconsejaba su abuelo. Pese a la advertencia, mantuvimos secuestrada a Carolina en la terraza de mi casa durante tres días, sólo la devolvimos tras la promesa de otorgarle el rol de ponedora. De movimientos lentos pero de ojos inquietos, Pau parecía adivinar la dirección de la Pulpo disparada desde mi cabeza,  convirtiéndose en un titán en el arco formado con troncos de cítricos. Le gustaba disfrazarse de el Zorro, a la hora de elegir su personaje favorito, en cuyo teatro yo estaba condenado a representar únicamente  al sargento García. Me desquitaba cuando interpretaba a mi ídolo, el  Hombre  Invisible, en donde mi amigo jugaba el papel de extra, soportando mis maldades sin poder reaccionar. Con tarros de aceite pintados de negro adornamos alguna vez las ramas de los frutales y al ritmo de un Winco festejamos los primeros asaltos. "Me gusta Spinetta, pero es muy complicado", me dijo durante una siesta en la que gastamos el LP de Invisible, Durazno sangrando. "Si te gusta ya está, Gordo. No le des más vueltas. Quedate siempre con lo que te hace sentir...", traté  burdamente de explicar lo inexplicable. No sé bien si me fui o huí de mi barrio. Lo único que recuerdo es haberme jurado no regresar nunca. Por razones laborales suelo cruzarme con Mario, único eslabón que me mantiene unido al pasado. Mi informante posee un poder de síntesis que envidiaría cualquier cronista policial. Con el tiempo aprendí a leer sus puntos suspensivos, recovecos en donde esconde los sentimientos ausentes en sus informes. "Me encontré con Paulino... anda bien... iba con la mujer, se casó de grande... todavía vive en la misma casa... La diabetes lo privó de la visión por completo". En vísperas de las fiestas rompí mi promesa. En el lugar de mi antigua casa levantaron un edificio de seis pisos. La vivienda de mi hermano está intacta. "Lo está esperando en el patio... dice que usted sabe el camino de memoria". Con estas palabras  me recibió una mujer de suaves gestos, portadora de una mirada buena. Después de atravesar una cortina intangible de aroma a jazmín, pisé la gramilla del antiguo edén desde donde pude divisar la figura de mi amigo ciego sentado a la sombra del duraznero. Como un buda con lentes negros y una amplia sonrisa tan blanca como su bastón, me saludó a los gritos. "¡Mirá que te tomaste tu tiempo... hijo de mil... ! Ahora sí que sos el Hombre Invisible. Todo llega en la vida, había que esperar nomás".

El mismo humor, la misma risa, las mismas ganas de vivir de siempre me emocionaron hasta las lágrimas. Charlamos toda la tarde de pavadas como si el tiempo no hubiera pasado. En un momento dado, tras un breve silencio, con impensada agilidad se puso de pie, buscó entre las ramas más bajas del árbol el mejor durazno, lo arrancó y antes de partirlo al medio con ambas manos, entonó despacio una vieja canción: "Quien canta es tu carozo/ porque tu cuerpo al fin tiene un alma/ y si tu ser estalla/ será un corazón el que sangre".

Con una mitad de la fruta en cada mano, me habló con palabras nacidas en el corazón. "Ya no sangro, al fin encontré la calma. La invisibilidad está poblada de duendes. Ellos fueron los que me hicieron enamorar de  la triste melodía que lloraba en mi interior. Me enseñaron que las voces tienen colores. Me dieron alas para irme a volar con el perfume de los azahares, volver con el olor a tierra mojada en la primavera, conmoverme con el silencio del invierno y vibrar con la sinfonía vivaldiana que me regalan los pájaros en verano. Nunca había sentido el amor de mi mujer tan profundamente como cuando me describe con poesía los objetos que nos rodean al salir de paseo".

Al llegar la noche decidí despedirme: "¡Mirá la hora que es! Todo muy lindo, pero me tengo que ir. En cualquier momento me pego una vuelta".  Después de un gesto de reprobación que me resultó familiar, Paulino retomó la palabra. "Para mí que te escapaste para poder ser el mismo tipo que siempre quisiste ser. De ser así te aviso que en algo lo conseguiste. Seguís mintiéndole a la gente mayor. Cuando me decías, 'Gordo, ahora vengo' jamás te esperé. Sabía de tu pánico a las despedidas. Ahora siento lo mismo, pero como nos queda poco tiempo me gustaría decirte algo. Quiero que sepas que nunca te fuiste del todo. Los ecos de tu risa todavía habitan el fondo de mi casa. No existe  mejor antídoto para las obligadas pérdidas con las que regamos el camino de la vida que una infancia feliz. Supe usar tus recuerdos, entre otros, como salvavidas todas las veces en que estuve a punto de amasijarme. Era eso nomás lo que te quería decir. Ahora te podés ir". Fue entonces cuando dos hombres abrazados, lloraron como niños.

 

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