Profeta de la lumpenización de la sociedad argentina cuando ese proceso apenas comenzaba, pero también un artista de la carne, el músculo y las formas plebeyas, Pablo Suárez (1937-2006) dejó una impronta única en el arte argentino. Parafraseando el título de una de sus series pictóricas, el “muñeco bravo” de los años sesenta, nadador y boxeador aficionado, el que se rebeló ante injusticias sociales e instituciones proveedoras de prestigio (el Instituto Di Tella), y que encontró en maestros desplazados, como Fortunato Lacámera y Florencio Molina Campos, una inspiración alocada, está en plena etapa de consagración. 

¿Qué representa la muestra de un centenar de obras en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba), al cuidado de Jimena Ferreiro y Rafael Cippolini, sino una apuesta por la audacia y la mugre en medio de la marea de puritanismo en ciernes? Curiosamente “elevadas” por medio del grotesco o de una suave observación del entorno, las formas de vida a las que Suárez dedicó atención configuraron un destino inevitable de precariedad y goce. Chongos, rubias despampanantes, taxi-boys, Narcisos rioplatenses y los excluidos de siempre pueblan un universo provocativo. Aunque las pinturas y esculturas de Suárez casi siempre están habitadas por un solo personaje (e incluso a veces sin presencia alguna de ellos), representan mundos enteros. Sus obras son recortes, encuadres de una imagen más grande que nos incluye. El deseo, el humor caricaturesco y el aire de denuncia disparatada de sus trabajos se asemejan a actos de entrega.

LAS EDADES DE SUÁREZ

Pablo Suárez. Narciso plebeyo, la exposición retrospectiva que se inaugura hoy en el Malba, si bien sigue un recorrido cronológico-temático organizado en grandes bloques, no respeta de manera estricta la secuencia temporal. “De hecho, la primera imagen que el visitante verá en sala es la única pintura sobreviviente de su serie Muñecas bravas, de 1964, porque consideramos que allí aparece el primer gesto reconocible de Suárez, por medio del grotesco y la parodia, que fue un modo enunciativo que lo acompañó en toda su vida artística”, dice Ferreiro, socia de Cippolini en la tarea de volver a presentar a Suárez al público del arte local. La muestra luego se detiene en el período informal del artista, es decir, en su producción realizada entre mediados de los años 60 y los primeros 80. Y, por último, en las series de pinturas figurativas de la época de Mataderos (barrio en el Suárez vivió varios años, en parte porque no podía pagar un alquiler en otra zona de la ciudad), crónicas visuales de la guerra de Malvinas, naturalezas vivas de malvones y plantas de interiores. El postre de todo paladar vivo son los impactantes desnudos masculinos. “A ese espacio lo llamamos ‘Louvre’: un gran patio de esculturas para reunir su producción escultórica de los años 90 y principios del 2000, como si se tratara de un cuerpo de obras clásicas”, cuenta Ferreiro.

Los dos curadores tuvieron en cuenta, a la hora de diseñar la exposición, tres grandes muestras previas de la obra de Suárez: Desde Mataderos, que el artista presentó en el Espacio Giesso en 1984 (con texto de Roberto Jacoby, su compañero de aventuras en el Di Tella y Tucumán arde), la inolvidable muestra al cuidado de Laura Batkis, amiga de Suárez, en el Centro Cultural San Martín en 2005, y la primera retrospectiva de su obra en la Sala Cronopios del Centro Cultural Recoleta, en 2008, al cuidado de Patricia Rizzo. Cualquiera que haya presenciado esas muestras puede testimoniar de la fuerza inigualable del trabajo de Suárez, tan lúcido como necesaria en contextos de cambio. Más que un artista de la persuasión, era un intérprete de la fuerza de la materia. “A fines de los 70, después de tanto conceptualismo, tenía ganas de volver a amasar”, declaró en una ocasión. Y en una declaración que sentó las bases del mito de origen de su obra, contó que cuando era adolescente, hacía pequeñas escultura de hombres desnudos a las que bruñía con saliva. A continuación, se masturbaba y, si los padres se asomaban a la habitación, destruía esas figuras de inmediato. Esa energía sexual perdura en las obras.

HERMOSO HOMBRE DURO

Verborrágico, tierno y sarcástico, dibujante compulsivo, austero en tiempos de escasez y sagaz cuando la fortuna le tocaba el hombro, Suárez dejó un legado para las generaciones posteriores de artistas. También se puede decir que, gracias al gesto de exponer junto con otros más jóvenes que él (como Miguel Harte y Marcelo Pombo), “reseteó” su imaginario. Mientras en los años 60 había sido osado y sensual con sus desnudos femeninos emparentados con los personajes de Antonio Berni, después de la dictadura militar se volvió combativo y rotundo. Aterrizados en altares profanos y en escenas barriales, a la buena de Dios (que pocas veces resulta buena), sus chongos fibrosos se convirtieron en objeto de deseo y escándalo. Cierto erotismo lunfardo, varonil sin ser machista, es un vector clave en la obra de Suárez. Varios héroes de su galería dan (a ver) el culo.

“Muchos hitos de la historia del arte argentino como La menesunda, Tucumán arde, el Taller Cangallo, el Grupo Periferia, hasta su última formación bajo el nombre Harte-Pombo-Suárez, llevan su firma. Desde el anecdotario compartido con Alberto Greco hasta su tarea docente en el taller Barracas, creado en 1994 con Luis F. Benedit, tienen a Suárez como protagonista. Podríamos pensarlo como un articulador de diferentes escenas. La transición de los años 70 a los 80, y luego a los 90, lo encontró como agitador cultural”, sintetiza Ferreiro.

LEYENDA VIVA

Entre los amigos, Suárez es leyenda viva. “Pablo era hermoso y durísimo. Tuve la alegría de estar entre las personas que quería, porque si estabas entre las que no quería la podías pasar mal”, cuenta el escritor Daniel Molina a SOY. “Fue el tipo más libre y más gay que vi en mi vida. Tenía el tipo gay-chongo-masculino, aunque le gustaba también loquear. Esos rasgos personales los llevó a su obra: pintaba o construía objetos-esculturas como quien construye un mundo a hachazos. Es de los artistas más originales que hubo, a pesar de que tiene una leve influencia de Berni. Es el más porteño de todos los artistas que conozco: es como Piazzolla. Todo lo que hizo Pablo (hasta sus paisajes pampeanos) fue construir una Buenos Aires del sueño”. 

Las escenas de las obras escultóricas de Suárez son elocuentes y describen una época con la extravagancia justa. Mendigos de matiz dorado a ras del suelo, taxi-boys que remedan atmósferas de Botticelli y Caravaggio, vistas de una peluquería de barrio como si fuera un laboratorio anatómico, lazos de amor y malvones en cuartos iluminados por una luz sobrenatural y jóvenes eróticos no desprovistos de bestialidad coexisten en un cosmos tan excitante como afectuoso. “En esta etapa de su producción tardía todo parece formar parte de un escenario de lucha. Deberíamos agregar que subsiste la sensación de haber perdido la guerra”, escribe Cippolini en el catálogo que acompaña la muestra del Malba. 

“Para enamorarnos de Pablo Suárez es necesario cambiar el foco de nuestra mirada tan adaptada a la historia de las vanguardias internacionales”, sugiere Marcelo Pombo, amigo y compañero de batallas íntimas y públicas del artista. “Argentino hasta la médula, mezcla de gaucho taimado con berretines de ex bacán, sus obras con mensaje moral le corresponden cabalmente. Su apoyo fue decisivo en mis comienzos, con él y Miguel Harte formamos un trío con el que expusimos muchas veces. Los tres compartíamos un hambre inmensa. En mi caso, hambre por entrar al mercado del arte y dejar atrás la escena del under. En el caso de Pablo, hambre por demostrar que seguía siendo un joven que daba pelea”. 

¿Cómo condensar el perfil de un creador que trascendió los lenguajes elitistas del arte para comunicar de manera directa, sin la intermediación de sacerdotes (a veces desacertados)? “Al gran artista que fue le hubiera gustado ser el personaje nunca escrito del Martín Fierro en tiempos del post Di Tella”, arriesga Pombo. Las andanzas de Suárez continúan, esta vez en un viaje que va de la periferia al centro, hasta febrero de 2019.

Pablo Suárez. Narciso plebeyo, al cuidado de Jimena Ferreiro y Rafael Cippolini, en el Malba (Av. Figueroa Alcorta 3415)