Quiso el destino –que suele ser, como en este caso puntual, consecuencia directa de las elecciones y los actos personales– que Bernardo Bertolucci no sea recordado como un poeta en el sentido clásico del término. Poco antes de dirigir su primer largometraje, La cosecha estéril (1962), el veinteañero Bernardo publicó la colección de poemas In Cerca del Mistero, siguiendo los pasos de su padre, el célebre escritor y profesor de Historia del Arte Attilio Bertolucci. Fue precisamente Attilio quien le presentó a su hijo mayor a otro joven entusiasta de las letras llamado Pier Paolo Pasolini, eventual coautor del guion que terminaría transformándose en la ópera prima de Bertolucci, quien no tardaría en convertirse en uno de los más importantes y reconocidos cineastas italianos de la tercera generación de posguerra. Luego de varios años de inactividad en la pantalla y más de tres lustros de semi reclusión –luego de que una serie de operaciones de hernia de disco lo obligaran a estar confinado en una silla de ruedas–, Bernardo Bertolucci falleció en su hogar en Roma, con 77 años cumplidos el pasado mes de marzo. Su principal legado artístico incluye una veintena de películas, algunas de las cuales han logrado convertirse, por razones diversas, en auténticos clásicos del cine “de autor”.

En más de una entrevista realizada a lo largo de su carrera, Bernardo –cuyo hermano Giuseppe, también director de cine, falleció en 2012– solía recordar cómo su padre lo acompañaba a ver películas en los cines de Parma, su ciudad natal, durante la infancia y adolescencia. Sobrino del productor cinematográfico Giovanni Bertolucci, el muchacho recibió como regalo una cámara de 16mm a los quince años, con la cual rodó un par de cortometrajes amateur que no suelen figurar en las filmografías oficiales. Ya instalado en Roma junto al resto de su familia, la amistad con Pasolini –quien a esa altura, a pesar de su corta edad, ya tenía un nombre establecido en el mundillo de la literatura– terminaría desembocando en un primer empleo en la industria del cine, como asistente de dirección en Accattone (1961), la ópera prima de P.P.P., protagonizada por Franco Citti y Adriana Asti (quien tiempo después se transformaría en su primera esposa). La colaboración entre ambos no terminaría allí y, algunos meses más tarde, escribirían juntos el guion de La cosecha estéril, basada en una historia breve de Pasolini y centrada en las consecuencias de la investigación del asesinato de una prostituta en las periferias de Roma. La estructura de la trama era deudora del Rashomon de Kurosawa y su fuente literaria, dos relatos breves del escritor Ryunosuke Akutagawa. El film fue estrenado en el Festival de Venecia en agosto de 1962, dando inicio a una carrera que atravesaría las siguientes cinco décadas con iguales dosis de reconocimiento crítico y público, en más de una ocasión no exentos de polémica.

A diferencia de colegas y compañeros de ruta como Michelangelo Antonioni o el propio Pasolini, Bertolucci no fue nunca un realizador dispuesto a probar los límites de la experimentación narrativa, pero su cine de los años 60 está indefectiblemente marcado por las tensiones y contradicciones políticas, como lo grafica a la perfección su segundo largometraje, Antes de la revolución (1964). Rodada parcialmente en Parma y basada muy libremente en una novela de Stendhal, la película refleja en su protagonista –un joven de clase media sacudido por sus ideales políticos radicales– algunas de las cuestiones que quitaban el sueño al joven realizador, quien declaró en su momento que el film era una suerte de exorcismo personal. “Era un marxista, con todo el amor, toda la pasión y toda la desesperación de un burgués que elige el marxismo”, declararía tiempo después en una entrevista con la revista Cahiers du Cinéma. Los enormes cambios sociales ligados al desarrollo, función y sentido de la sexualidad humana, uno de los temas recurrentes en títulos futuros, también está presente en el film, presentado en el Festival de Cannes, graficados por la relación incestuosa del particular héroe con una joven tía.

Antes de la fallida adaptación de Fiódor Dostoyevski que acometió en Partner (1968), y de un episodio del film colectivo Amor y rabia –donde compartiría nuevamente cartel con Pasolini y con su amado Jean-Luc Godard (“El fue mi verdadero gurú”)– Bertolucci se pondría a disposición de Sergio Leone para la escritura de un tratamiento original, junto a un jovencísimo Dario Argento y el propio padrino del espagueti western, de lo que finalmente se llamaría Erase una vez en el Oeste (1968), obra magna del género. “Leone le dio trabajo a Bertolucci cuando éste lo necesitaba y Bertolucci le dio a Leone un tratamiento de más de trescientas páginas lleno de referencias a todos los grandes westerns, incluidas algunas que Leone no llegó a identificar”, escribió el especialista Robert C. Cumbow en su libro dedicado al director de Por un puñado de dólares, refiriendo indirectamente a la inagotable cinefilia de Bertolucci. Pero serían los años 70 los que marcarían el ingreso del cineasta al panteón de la modernidad cinematográfica y el reconocimiento de un público general ávido de novedades y atrevimientos políticos y sexuales (varias de sus películas de esa década llegarían a la Argentina en versiones mutiladas o, en su defecto, la censura impediría su estreno comercial hasta el regreso de la democracia).

Con El conformista (1970), una de sus creaciones más acabadas e influyentes y, posiblemente, la auténtica obra maestra de toda su carrera, Bertolucci adaptó la novela de Alberto Moravia para llevar a la pantalla una potente vivisección de un fascista en progreso. Ubicada en Roma en 1938, la historia sigue al personaje interpretado magníficamente por Jean-Louis Trintignant, un defensor del régimen de Mussolini encargado del asesinato de un disidente, a su vez ex profesor de filosofía del protagonista. En el fondo, la película no es otra cosa que el retrato de un hombre débil y reprimido, un ser que desea, por sobre todas las cosas, formar parte de un colectivo. En otras palabras, el vehículo ideal para ejercer la violencia. En palabras de la crítica Pauline Kael, defensora a ultranza de la película en el momento del estreno, “Bertolucci se mueve hacia el pasado, mientras trabaja en el presente, con una libertad lírica casi desconocida en la historia del cine”. Estrenada ese mismo año, La estrategia de la araña está basada en el cuento de Jorge Luis Borges “Tema del traidor y del héroe” y contó con la colaboración en el guion del argentino Eduardo de Gregorio, además de ser el film que marca la primera de una extensa serie de colaboraciones con el director de fotografía Vittorio Storaro.

Sería, sin embargo, su siguiente largometraje, Ultimo tango en París (1972), el que pondría su nombre en las bocas de todos aquellos espectadores que, hasta ese momento, nunca lo habían oído nombrar. Una de las más famosas causes célèbres del cine de los años 70 (década de apertura sexual cinematográfica en Europa y los Estados Unidos), la historia describe la obsesiva y esencialmente amarga relación amorosa entre un hombre de mediana edad, interpretado por Marlon Brando, y una joven estudiante encarnada por la jovencísima Maria Schneider. La reciente resurrección de declaraciones televisivas del realizador en el año 2013 y una entrevista a la actriz realizada varios años antes generaron un revuelo mediático hace un par de años, señalando un evidente caso de abuso de poder en el set. Schneider contó que no supo hasta que la escenda estuvo en marcha que Brando usaría una barra de manteca y que se sintió “humillada y un poco violada”, tanto por el actor como por el dicrector, a quien no volivó a hablarle. 

El enorme éxito comercial de Ultimo tango… posibilitó el financiamiento de una epopeya histórica de más de cinco horas de duración y gran reparto internacional –encabezado por Robert De Niro, Gérard Depardieu, Stefania Sandrelli y Donald Sutherland–, siguiendo los pasos del Visconti de El gatopardo. Más allá de su novelesco punto de partida –la historia de dos amigos a lo largo de los años, ambos nacidos el mismo día, aunque en familias de clases sociales enfrentadas– Novecento (1976) es una reconstrucción en clave de relato coral de un universo en ebullición, el del cambio del siglo XIX al XX y las cuatro décadas subsiguientes, un film en el cual Bertolucci intenta y logra, en gran medida, enmarcar las tensiones sociales y políticas del país en un relato al mismo tiempo épico e íntimo. La película marca indudablemente el esplendor de toda una era, la misma que posibilitó experiencias como las de Apocalipsis Now o La puerta del cielo: resulta casi imposible imaginar hoy producciones semejantes por fuera del territorio mucho menos riesgoso (en términos de expresión personal y política) de las series televisivas. En una entrevista realizada en el momento del estreno, el realizador afirmó que “no creo, como muchos creían en 1968, que la cámara puede ser una ametralladora. Creo que, en un mundo en el cual la cultura ha sido sustituida por la comunicación, las culturas locales han sido, de alguna manera, sofocadas. Vivimos una vida infeliz, desesperada, pesimista, y quería hacer una película sobre un pasado que representa una identidad para el público. Creo que es muy importante mostrar que tuvimos un pasado de luchas y pasiones y, por lo tanto, de vitalidad”.

El final de la década vería el lanzamiento de la notable La luna (1979) –cuyo guion fue coescrito por su segunda esposa, Clare Peploe–, regreso a un tipo de relato más intimista. A ese acercamiento formalmente alejado del naturalismo, por momentos incluso operístico, al mito de Edipo, le seguiría La tragedia de un hombre ridículo, personal abordaje al relato de suspenso en el cual su protagonista, el dueño de una fábrica de quesos interpretado por Ugo Tognazzi, debe reunir una importante suma de dinero para pagar el rescate de su hijo, aparentemente secuestrado por un grupo terrorista. El final de la historia dejó con la boca abierta a más de un espectador, provocando en el realizador la siguiente, lógica declaración: “Dejé que el final fuera ambiguo porque así es la vida”. Bertolucci no volvería a filmar hasta el año 1986: la superproducción El último emperador, que terminaría dominando la entrega de los premios Oscar el año siguiente, obteniendo nueve estatuillas –incluyendo las de Mejor Película y Director–, marcó la primera vez en la historia en la cual una producción occidental obtuvo absoluto acceso a rodar en territorio chino, anticipo de los cambios políticos y económicos que no tardarían en hacer eclosión en el país comunista.

Bertolucci dirige en Marlon Brando en Ultimo tango en París (1972), un film que sigue siendo polémico.

Los últimos años del siglo XX lo encontrarían enfrascado en dos nuevos proyectos rodados en territorio extranjero: Refugio para el amor (1990), adaptación de la novela de Paul Bowles rodada en Marruecos y Nigeria, y Pequeño Buda (1993), cuya fotografía principal tuvo lugar en Nepal. Se trata de una etapa particular en la carrera del realizador, en la cual su cine comienza a perder las cualidades más personales al tiempo que gana en brillo exótico, aunque al menos la primera de ellas ofrece pasajes que están a la altura de sus mejores películas. Belleza robada (1996), relato de iniciación sentimental protagonizado por una joven Liv Tyler, volvería a encontrarlo en forma, que recuperaría aún más en Cautivos del amor (1998), un pequeño film de cámara con apenas dos personajes aislados en un viejo caserón del centro histórico de Roma, la historia un hombre y una mujer cuyas enormes diferencias –sociales, raciales, culturales– no hacen sino acercarlos, en un movimiento de curiosidad mutua, en busca del misterio. 

En Los soñadores (2003), a todas luces un proyecto muy personal, volvería nuevamente la mirada hacia el Mayo Francés, hacia el sexo como el territorio de la experimentación y, por supuesto, al cine. 

Con la muerte de Bernardo Bertolucci se apaga otra de las luces fundamentales de un cine, el italiano, que supo brillar como casi ningún otro en ese período fundamental que comienza en la posguerra inmediata y comienza a declinar en los años 70. Una era en la cual el cine se permitía la inmodestia de pensar que podía reflejar e incluso cambiar, al menos en parte, el curso de los acontecimientos del mundo. Con sus mejores películas, Bertolucci demostró ser uno de los acérrimos guardianes de esa idea.