En tus películas existe el deseo de construir un tiempo sin ansiedad

–La asociación entre el tiempo y la ansiedad me parece inevitable en la época que nos ha tocado vivir. Es una asociación obligada. Hoy la ansiedad es quizá el primer significado que atribuimos al tiempo, porque ya no hay tiempo para nada. La idea del tiempo se ha convertido en algo incómodo, que crea malestar. El tiempo como objeto e instrumento narrativo ha caído en desgracia. En Italia, las neovanguardias, sobre todo el Grupo del 63, fueron las primeras en actuar contra el tiempo y la memoria, como mitologías reconfortantes. Y sin embargo, sin saberlo, trabajaron a favor del consumo de masas. ¿Quién se acuerda ya hoy del Grupo del 63? Después llegó la ola del 68 y se dijo que el tiempo era un material poético, pero no político. Así, Proust, por ejemplo, en esos años gozó de escasa fortuna. Es una enorme injusticia, como el antisemitismo, pero quien ama a Proust generalmente está vacunado y experimenta una instintiva repugnancia hacia las ideas impuestas por la moda.

En la última década el tiempo de nuestra vida ha sido el de la política.

–Mientras rodaba Novecento estaba convencido de que tiempo y política eran dos cosas muy diferentes. Novecento era para mí, en primer lugar, el intento de rellenar el vacío, de recuperar una continuidad natural al hilo del tiempo, de salir de la terrible amnesia colectiva de la que éramos víctimas. Tiempo significa historia, y Novecento pretendía ser una película sobre el tiempo y la historia. Olmo y Alfredo eran también el tiempo y la historia, enemigos y enamorados, un poco ridículos, tanto en su amor como en su odio.

Cuando se piensa en tus películas, se piensa en un tiempo onírico, que no es el de la vida.

–El tiempo de mis películas, mas áun, el de todas las películas, está muy próximo al de los sueños. Me parece que todo el cine está hecho de la misma materia de la que están hechos los sueños, historias flotantes en un tiempo que te hace olvidar el tiempo de afuera, el exterior. Para mi ir al cine significa en primer lugar ir a la ciudad, porque vivía en el campo. Nos alejábamos de casa, caminando sobre la tierra que los campesinos labraban, e íbamos a la ciudad, a un lugar cerrado, a una oscuridad que nunca he logrado definir, pero que hoy me parece muy cercana a la oscuridad amniótica. Mi padre era el crítico de cine de la Gazzetta di Parma. En aquella época en Parma había seis o siete cines de estreno. Eran los primeros años de la postguerra y yo era un niño.

¿Cuál es la primera película de la que guardas recuerdo?

–Una de las primerísimas películas que vi fue ¡Aleluya!, un domingo por la mañana en uno de los primeros cineclubs italianos, quizá el primero. Lo habían fundado Pietrino Bianchi y mi padre, hacia finales de los años 30. Yo tenía cinco o seis años, estaba con mi padre y detrás de nosotros había dos campesinos que, nadie sabe cómo, habían ido a parar allí. En un determinado momento uno de los actores (todos ellos negros) toca un blues en el piano. Entonces uno de los campesiones, muy sorprendido, le grita al otro: “¡Eh, mira! ¡Un armonium en Africa!”. Aquel campesino había seguido toda la película pensando que transcurría en Africa y estaba sorprendido de que en un lugar como aquel hubiera un piano. No sabía que también en Estados Unidos existía una población negra. 

La actitud de aquel campesino he vuelto a encontrarla años más tarde en una secuencia de una película de Godard, cuando Mariano Masé y su compañero ven en un cine Llegada del tren a la estación de La Ciotat, y echan a correr hacia los lados de la sala porque tienen miedo de que la locomotora salga de la pantalla y los arrolle. Esta actitid, de gran confianza y asombro, la misma de los niños y de los espectadores primitivos, es quizá el primer recuerdo que guardo del cine. Pero este recuerdo me parece también el punto de partida de un vicio que posteriormente arraigó en mi cada vez con más fuerza: el de pensar demasiado en el cine. O, mejor dicho, no establecer diferencia entre cine y realidad. Era niño, y no obstante me impresionó más la reacción de sorpresa de aquel campesino que la película. 

Aunque lo que acabo de decir ya no me parece cierto: la verdad es que los dos campesinos se habían convertido en parte de la película y de su espectáculo.

Aquella película no era todavía el cine. Pero quizá aquellos campesinos ya eran el público. Aunque en esa época tenías a tu lado a un espectador de excepción: tu padre. 

–Mi padre no sólo me llevaba al cine. Me hacía leer sus poesías, me hablaba de literatura, me hacía conocer la pintura. Jamás hablaba solo en teoría y yo podía comprobar en seguida la verdad de lo que decía. Cuando me daba a leer una poesía suya en la que hablaba de mi madre, y la comparaba con la última rosa blanca al final del jardín, podía salir de casa, dar una pequeña carrera y la rosa blanca estaba allí, visitada por las abejas, tal como decía él. Estaba en la página y estaba también al final del jardín. Después de haberme explicado que la fachada del establo, a pesar de haber sido construida a principios de siglo, mostraba una influencia del románico, me llevaba a la plaza del Duomo y yo pensaba que era el Duomo el que se parecía al establo, y no el establo al Duomo.

Empezaste a expresarte precisamente con la poesía, el arte de tu padre. Antes de convertirte en cineasta, también tu fuiste poeta. 

–Escribí poesía para imitar a mi padre y dejé de escribirla cuando empecé a hacer películas, para diferenciarme de él. Escribí poesías hasta el día del comienzo del rodaje de mi primera película, ya en la industria del cine. Después del primer encuadre de mi vida no he vuelto a escribir poesías. Escribes un verso y representas metafóricamente algo que en cine en cambio muestras directamente. A esto se refería Pasolini cuando decía que el cine es el lenguaje de la realidad. Para representar un establo no usas la palabra, sino una imagen del establo mismo. Para representar la rosa blanca, vas a filmar la rosa blanca al fondo del jardín. Creo que pasar de la poesía al cine significó para mi fundamentalmente volver a las emociones de los días en que iba a comprobar, en la realidad, las palabras de mi padre, como la poesía sobre la última rosa blanca (mi madre). Solo con el cine era posible prolongar la emoción de aquellos descubrimientos. Y además la palabra ya no me bastaba. Y, sobre todo, no me pertenecía. 

¿Tienes una imagen clara de lo que significaba para ti el cine en aquellos años?

–Las películas que mas me gustaban eran las de acción, con marines y japoneses, indios y vaqueros. Era un tipo de cine que me fascinaba. Intentaba reconstruirlo en los juegos que después organizaba con mis amigos en Baccanelli, a cinco kilómetros de Parma. Hoy Baccanelli ha sido absorbido por la ciudad, pero en aquel entonces la ciudad parecía muy lejana. Yo era el director de aquellos juegos infantiles. Había una especie de cilindro montado sobre cuatro ruedas que servía para transportar el alpechín hasta los campos. Se convirtió en nuestro submarino y allí nos encerrábamos. Hubiéramos podido incluso morir asfixiados ya que los residuos de alpechín a menudo son muy tóxicos. Los juegos eran una repetición de las películas que yo veía. Me gustaba mucho ser un héroe triste. Siempre moría al final. Yo iba a menudo a la ciudad para ir al cine, y mis amigos no. Eran hijos de campesinos, de obreros, de gente que iba a trabajar a la ciudad; y les contaba las películas que había visto y juntos las escenificábamos. Nos poníamos los nombres de los personajes. Yo había visto La diligencia de John Ford y, lógicamente, me había pedido el papel de Ringo. Entre los siete y los diez años me identifiqué mucho con John Wayne. Trataba de imitarlo en su forma de andar y en su media sonrisa. Creo que la relación que un niño establece con el cine es modélica y sobre ésta debería conformarse la que se tiene luego, adulto. Cuando falla esta identificación un poco infantil, quiere decir que no existe la relación correcta.

Bertolucci por Bertolucci: entrevistas con Renzo Ungari y Donald Ranvaud (Editorial Plot, 1987)

Esta entrevista, de la que reproducimos un fragmento, fue realizada en 1982 por Enzo Ungari y se incluye en el libro Bertolucci por Bertolucci: entrevistas con Renzo Ungari y Donald Ranvaud (Editorial Plot, 1987)