El de Bernardo Bertolucci siempre fue un cine de lo tardío. Mantuvo, a lo largo de su obra, una relación ambigua con el cine italiano y la crítica especializada. Es, en cierto modo, la misma relación que mantuvo con su mentor y amigo, más tarde enemigo, Pier Paolo Pasolini. Es conocida la historia: Pasolini había hecho de su nombre un pequeño mito en las letras italianas y pensaba dar el salto a esa nueva forma artística, el cine. Eran los sesenta, y el cine, según Pasolini, y gran parte de los directores del neorrealismo italiano, se presentaba como un campo libre de referencias. Desde las ruinas de la posguerra se elevaba algo nuevo, icónico; la imagen de lo real. Un mundo en donde la imagen podía nacer de nuevo. El cine alzaba esa bandera de un arte nuevo que pocos años después no podría sostener.

En ese añorado gesto mesiánico, Bertolucci (también poeta, aunque menor) fue el asistente de dirección de Pier Paolo Pasolini en Accatone, primer película de este último. Poco tiempo después, coescrito con Pasolini, Bertolucci, que apenas tenía una veintena de años, dirigiría La cosecha estéril (1962). Su primer largo tenía un claro sesgo neorrealista en una época en la que la corriente comenzaba a virar hacia otras estéticas; Luchino Visconti exploraba el mundo de la aristocracia italiana en decadencia fascinado por la ópera de Wagner, Federico Fellini se entregaba con la lengua afuera a sus fábulas pervertidas, y el propio Pasolini comenzaba su crítica frankfurtiana a la sociedad de masas. En ese marco, el cine de Bertolucci parecía llegar tarde a un movimiento que si bien lo representaba en términos ideológicos, no lo hacía en términos estéticos pero que, astuto como buen asistente de dirección, siempre alerta a los short cuts, le funcionaba como terraplén; pista de despegue para sus propias obsesiones.

¿Cuáles eran esas obsesiones? Dos películas parecen condensar su cine. Por ejemplo, el inicio de su tercera película La estrategia de la araña, (1970) en la cual Bertolucci planeó reinventarse como director desde cero, muestra el arribo de un tren a un pueblo llamado Tara. En ese simple gesto, que condensa la historia del cine (cita a los hermanos Lumière), plantea un universo alejado de los imperativos del neorrealismo. La estrategia de la araña es una adaptación libre de un cuento famoso de Jorge Luis Borges: “Tema del traidor y del héroe”. Tema, que en cierto modo, fascinaba a Bertolucci, al punto tal de convertirse él mismo en un personaje del cuento de Borges, en una vida atravesada por momentos de heroísmo al ganar nueve Oscars por su película El último emperador (1987), y momentos de traición, tras el recordado y peripatético affaire con Maria Schneider en sus últimas declaraciones sobre la famosa escena de sexo con Marlo Brando en Último tango en parís.

En ese pueblo idílico del interior de Italia, con cielos metafísicos sacados de las pinturas de De Chirico, Bertolucci movió con La estrategia de la araña el eje de aquello que le importaba; no tanto “lo real”, “la realidad”, sino la referencia y el artificio; el uso expresivo de la cámara. Un debate de la época se dio en torno a dos expresiones acuñadas por la prensa, en las cuales Bertolucci se alzó como portavoz; el cine de la poesía versus el cine de la prosa. En el segundo, el cine de la prosa se anunciaba como un cine de montaje, alejado del fetichismo técnico por la cámara y los lentes, reacio a la sudoración y la angustia del rodaje, y más cercano al plano mental y analítico de la moviola y la posproducción. Eric Rohmer fue el epicentro de este tipo de películas, quien llegó a asegurar que no necesitaba siquiera asistir a un rodaje para que montar una película del modo que él había planeado.

Bertolucci se adjudicó, en cambio, el “cine de la poesía”, muy distinto a lo que podríamos considerar o conocer como “cine poético”, cercano al mundo ruso de Dziga Vertov y compañía. El cine “de la” poesía tomaba a la cámara como una lapicera y al rodaje como un papel en donde el director podía “plasmar” sus versos del modo en el que la inspiración se lo dictase. En las urgencias de un rodaje surgía lo inesperado y el director debía ser lo suficientemente avispado y talentoso como para captar “lo inasible” del momento con su cámara, con su arte; sin perder el control de la forma (Bertolucci nunca fue un moderno en términos de Godard). Este “cine de la poesía” define dos aspectos de Bertolucci: una búsqueda formal intrigante en términos de planos, movimientos de cámara y diversas formas de narrar con imágenes, y cierta tendencia a lo kitsch, a lo banal, a caer en la grandilocuencia y el uso de eufemismos, como a veces sucede con la poesía que se pretende como tal.

La siguiente película (aunque estrenada antes) fue El conformista, basada, otra vez, en una obra literaria, en esta oportunidad, de Alberto Moravia. Bertolucci consolidaría un estilo y una obsesión. Con una premisa bastante borgeana, el arco de la película narra cómo un hombre culto (interpretado magníficamente por Jean-Louis Trintignant) traiciona a su profesor de filosofía, es decir, cómo un hombre formado e inteligente, nacido para la política, termina abrazando el fascismo. La virtuosa dupla con su director de fotografía, Victorio Storaro, sería clave para conformar su estilo como realizador. El conformista es una de las grandes películas italianas que quizás no ha tenido la revisión que merece. La crítica americana Pauline Kael fue una de las grandes entusiastas de la película (y de su cine). En The New Yorker, sentenció: “Bertolucci, gracias a su amplio romanticismo, se mueve hacia el pasado como trabaja en el presente, con una libertad lírica desconocida en la historia del cine”. En esa inversión, del pasado hacia el presente, se encuentra la “libertad lírica” de lo tardío en Bertolucci: llegar tarde al vagabundeo amoroso de la nouvelle vague (una corriente que, hay que decirlo, mucho no lo quería) con Último tango en París. Llegar tarde al exotismo con El último emperador. Llegar tarde a la épica con tintes de spaguetti con Novecento (1970). Revisitar y revisar el Mayo del 68 con Los soñadores (2003). 

Hay una historia interesante entre Pasolini y Bertolucci. Ocho meses antes que Pasolini fuese asesinado en las afueras de Roma, los directores jugaron un partido de fútbol. Hacía tiempo que estaban distanciados. Bertolucci estaba en pleno rodaje de Novecento y formó su equipo con algunos técnicos del rodaje, pero también consiguió jugadores de las ligas inferiores del Parma, para darle a su equipo la victoria de ocho goles sobre cinco. ¿Traición o heroísmo? Lo curioso es que, a diferencia de su ex maestro, Bertolucci no pisó el campo de juego, sino que se mantuvo afuera, sentado en su silla. Artífice del movimiento y de los desplazamientos de cámara, del cine épico a gran escala, los últimos años de Bertolucci lo encontraron “afuera de la cancha”, postrado en una silla de ruedas producto del cáncer. El director que adoraba los rodajes –un rodaje es poner el cuerpo– pasó los últimos años sentado como un editor en su silla de montaje, observando no solo cómo su cuerpo se iba deteriorando, sino cómo el cine, ese cine de los sesenta al que había llegado tarde pero había abrazado como una causa propia, concebido como una herramienta de transformación poética, se fue volviendo, con los años, en una cosa mucho más prosaica.

LA ESTRATEGIA DE LA ARAÑA (1970)