Antes de que se inventara el teléfono móvil, esperar una llamada era el epítome del amor, y casi siempre del no correspondido. La literatura se ha hecho de este motivo desde los inicios de la comunicación a distancia. Pues la espera es lo imaginario del amor, y el anhelo, la esencia de la imaginación. Desde la obra en un acto de Jean Cocteau, La voz amada, hasta la novela Vox de Nicholson Baker, pasando por la narración de Dieter Wellershoff La sirena, el Ulises de hoy se encuentra atado al mástil del teléfono, expuesto a ese “poderoso y triste canto” que ya escuchó Kafka en sueños por el auricular.

Ni siquiera el teléfono móvil nos ha librado de la impotencia de la espera. Cierto que hoy el que espera una llamada ya no ha de permanecer junto al aparato rodeándolo con insensatos exorcismos y, sin embargo, el que ansía la señal ausente en el bolsillo sigue pareciéndose a un caballo circense que gira en círculos sin saber por qué. Ha caído presa de esa condena que Kafka llamaba “el silencio de las sirenas” en la parábola del mismo nombre. Y es que las sirenas que con su canto cautivador  conducían hacia el abismo a los primeros viajeros que se aventuraban lejos tienen “un arma mucho más temible que su canto, que es su silencio”.

La espera de una llamada no sólo te vuelve indefenso, sino que es un estado que oscila entre la pasividad y la acción. Se puede hacer algo para aliviar la tensión, para cruzar el silencio con una trémula base de palabras que sirvan de puente. Cuando nadie te habla, empiezas a hablarte tú mismo. Ya de niños confiábamos nuestras palabras a un poder superior: cuanto más difícil era la vibración, más ardiente era nuestro ruego y mayor la certeza de que sería escuchado. Más tarde lo transformamos en una especie de plegaria un tanto patética  dirigida hacia lo alto. Volvemos a entablar una especie de relación mágica con el mundo: la espera se convierte en conminación y luego en letanía. ¡Dios te lo ruego! –mendiga nuestro niño– ponle fin a esta espera! En cualquier caso, lo que contraponemos a la paciencia es algo infantil: quizás por eso en la espera nos volvemos a menudo niños. “Por favor, Dios, haz que me llame”.

La escritora norteamericana Dorothy Parker traduce este asunto tragicómico en el clásico monólogo ante el teléfono de su cuento “The telephone call”, que no contiene más que variaciones de esta única súplica.

En el drama de la espera, el teléfono sigue siendo el accesorio más solicitado. A fin de cuentas, es la única técnica que nos sugiere presencia e intimidad. Como hace percibir la voz y la respiración como si la distancia no existiera, nos facilita la ilusión de no haber sido abandonados. El teléfono es el instrumento de una intimidad que salva todas las distancias. Si el famoso carrete de Freud ayuda a compensar la ausencia de la madre, la telecofonía es una especie de cordón umbilical…que está ahí para negar la separación. Su condición es la presencia en la ausencia; su principal característica, la impaciencia. Por eso, cuando “la conexión no era inmediata”, el narrador de En busca del tiempo perdido de Proust albergaba un único pensamiento: quejarse.

Quien hoy pretenda presentar queja semejante, terminará escaldado. Lo primero que hará la empresa de telefonía será pedirle “espere, por favor”. Y es que una fuerza mágica tiene atrapado al que espera: la llamada no llega porque espero. La llamada llegará cuando salga de la habitación (o, actualizado, cuando recupere la cobertura). “Esperar, exaltado hasta lo más alto en la espera”, dice uno de los aforismos de La espera, el olvido de Maurice Blanchot. Quizá quiera significar que la espera alecciona tanto a nuestra esperanza como a nuestra desesperación.  En principio el que espera siempre reza la misma oración:  nunca es tarde si la dicha es buena.

Capítulo de El tiempo regalado, de Andrea Köhler (ediciones del Asterisco), escritora y periodista alemana que ha dedicado este ensayo a indagar en los diferentes sentidos e implicancias filosóficas, psicológicas, literarias y cotidianas, del discreto arte de esperar.