Nicolás Maquiavelo ha ingresado al canon de la filosofía política por su comentada obra "El Príncipe". Sesgadamente interpretada como una suerte de antropología del gobernante inescrupuloso, circula allí una precisa teorización sobre el vínculo entre moral y política, ciertamente más compleja que el mero pragmatismo de medios que usualmente se le adjudica.

En esas páginas no hay una pura exaltación de una política vacía de principios (como difundió el pensamiento cristiano) ni una reivindicación de la escisión entre ciencia y valores (como pretendieron esgrimir en sus albores los voceros de la modernidad), sino una concepción por la cual la política dispone de su propio decálogo moral, formulado para garantizar la solidez y perdurabilidad de un determinado proyecto de nación.

Ahora bien, en 1531 Maquiavelo publica póstumamente otro libro de notable importancia, destinado a adentrarse en una problemática aledaña pero a su vez nítidamente diferenciada. Nos referimos a "Discursos sobre la primera década de Tito Livio", en donde el filósofo florentino reflexiona sobre las características de la vida republicana tomando como referencia los comentarios de aquel historiador romano que adquirió protagonismo en torno a los inicios de la era cristiana.

No caben dudas que la palabra "república" acumula prestigio y ninguna corriente de opinión resigna la chance de apropiársela para su argumentación identitaria. Pues bien, en este escrito se señalan respecto de ella dos elementos sustanciales. El primero, más transitado y que remite a la tradición ciceroniana, destaca que lo que define a una república no es tanto ser un régimen específico de gobierno, sino una manera singular de anudar las relaciones entre el ciudadano y los imperativos comunitarios. El estrecho compromiso con el deseo colectivo y no el interés egoísta o el cálculo particularista es lo que hace virtuosos a los pueblos que enriquecen el curso de la historia.

Y el segundo, en el que nos interesa detenernos especialmente aquí, queda expresado en una sentencia que marcará un mojón ("la desunión entre la plebe y el Senado -entre el pueblo y los grandes- fue lo hizo grande a Roma"). Las implicancias de este concepto son varias. En primer término, y contra ciertas lecturas en clave liberal que tenderán a imponerse a partir de Montesquieu y los ideólogos de la constitución norteamericana, la república no es aquello que viene a domesticar las pasiones igualitaristas de los más desfavorecidos sino que por el contrario se alimenta fructíferamente de ellas. No es un sistema en el cual la trama institucional se enhebra para sosegar el predominio de fuertes liderazgos o conjurar el despotismo de las mayorías, sino un espacio de controversia productiva en el cual el patriotismo y la disconformidad de los excluidos resultan garantía de una instalación cívica más plena.

Y en segundo lugar, la savia de la política no es la concordia sino el conflicto. La república no es por tanto un estricto engranaje de reglas orientado a urdir crecientes consensos racionales, sino el territorio que se torna fecundo en tanto y en cuanto canaliza la enjundia por aquello de lo que carecemos y el entusiasmo por construir una comunidad con mayores equilibrios sociales.

En esta misma dirección, ese choque de voluntades convierte a la política en una experimentación constante en donde reina la contingencia y no lo previsible, en la medida que el impulso de las fuerzas morales de cada contrincante abre la puerta a la zozobra y la indeterminación. Y es en este punto donde se conectan ambas obras, ya que será el Príncipe quien apelando a las artes de un talento intransferible podrá ordenar parcialmente las aguas torrentosas de la historia de cara a la consolidación de una siempre inestable hegemonía política.

Es el antagonismo y no la concordia, decíamos, el que motoriza productivamente las formas deseables de la república. Pero destaquemos aquí el uso del singular. O sea, Maquiavelo no se contenta con afirmar que es la vibración de una puja lo que activa al cuerpo democrático, sino que además hay un antagonismo vertebrador, un núcleo litigioso primordial que permitió la grandeza de Roma. Hay digámoslo ya, una contradicción principal. Y al explicitarla tan tajantemente nuestro filósofo anticipa larvariamente una línea que conviene explorar y continuar. Una aseveración que no solo postula que es la colisión entre pudientes y desposeídos la que perfecciona la vida en comunidad, sino que dicha colisión contiene, articula y resuelve cualquier otra. La contradicción principal absorbe y subsume a las secundarias.

Mucho tiempo después, allá por 1957, Mao Tse Tung en pleno auge de la revolución china da a conocer a sus dirigentes y militantes un texto breve y conciso pero sustantivo, "Sobre las contradicciones en el seno del pueblo". Allí no se discuten por cierto las ejemplaridades de la historia romana ni las complejidades de la vida republicana, sino los dilemas de una sociedad enormemente heterogénea que había padecido en más de una oportunidad los rigores de la dominación imperialista, tanto sea por las potencias occidentales como por el Japón.

Mao fijaba una posición emblemática sobre un debate central para las izquierdas del momento, que en la Argentina tuvo como expresión más rica la polémica entre Milcíades Peña y Jorge Abelardo Ramos a propósito de la valoración del peronismo. Esto es, como resolver la tensión entre una perspectiva nacionalista que para enfrentar al agresor externo debe articular a un conjunto variopinto de clases, y un objetivo comunista que tiene muy en claro que algunas de dichas clases en cierto momento cambiarán de bando.

Se habla puntualmente de las llamadas burguesías nacionales, afectadas por un parte por la voracidad renuente a cualquier industrialismo de los terratenientes y el neocolonialismo, pero temerosa por la otra del futuro avance obrero y campesino sobre sus propios privilegios.

El líder chino, recogiendo en parte la experiencia del Kuomitang y las enseñanzas de Sun Yat Zen y Chou En Lai, se esmera tanto teórica como prácticamente para que dicha tensión se encamine sin afectar la consistencia del frente nacional antiimperialista ni tampoco el porvenir del comunismo científico. Y elabora allí la distinción entre contradicción antagónica (entre el bloque popular y la alianza oligárquica-imperialista) y contradicción no antagónica (al interior del bloque popular entre obreros y campesinos y la burguesía nacional).

Mao como Maquiavelo propone el conflicto como motor de la historia, solo que desarrolla lo que en el florentino apenas se atisba. En aras de un objetivo superior, hay una cadena de luchas laterales que deben aguardar prudentemente su turno. En política rige lo que Perón denominará "economía de fuerzas"; concentrar todas las energías en un punto neurálgico de la guerra de posiciones.

Y si de Perón se trata, su obra es ciertamente representativa de estas cuestiones que venimos desarrollando. Veamos sino un libro no tan asiduamente mencionado pero igualmente relevante que da a luz desde su exilio en Madrid en 1966, "La hora de los pueblos". Allí se opera una modificación apreciable en el pensamiento del Conductor, pues en los años 40 cuando pronuncia su discurso en el Congreso de Filosofía de Mendoza que luego se conocerá como "La Comunidad Organizada" rige un particularismo americanista que viene a conjurar una crisis terminal de valores que Occidente había puesto de manifiesto en la catástrofe moral de ambas guerras mundiales.

El peronismo no era en aquel entonces apenas un vigoroso movimiento de masas o un justiciero programa de transformaciones sino una propuesta filosófica tercerista planteada para rescatar a nuestra civilización incluso de una eventual hecatombe nuclear. En los años 60, Perón ha mutado de posición, pues considera que el mundo (tras la revolución cubana o la descolonización en Asia y Africa) marcha irreversiblemente hacia formas sociales; y el peronismo es únicamente el rostro argentino de un horizonte de la humanidad que se muestra mucho más halagüeño.

 Pues bien, el líder inicia su libro con una frase impactante ("La historia de los pueblos, desde los fenicios hasta nuestros días, ha sido la lucha de los pueblos contra los imperialismos, pero el destino de esos imperialismos ha sido siempre el mismo: sucumbir"). Perón, que admiraba a Mao pero recelaba de la esencialidad de la lucha de clases, convierte a la categoría de contradicción principal en filosofía de la historia.

Ahora bien, esta escueta saga de tan fecunda problemática permite verificar la productividad de la categoría pero también sus flancos débiles. Repasemos. Parece aceptable que sea la conflictividad y no la reconciliación de los opuestos lo que promueva la equivalencia social. Parece a su vez razonable que cuando ese conflicto adquiere intensidad abroquele tras de sí un conjunto de fuerzas heterogéneas y demandas no prioritarias. El punto menos consistente es que la resolución de esa contradicción principal destrabe la satisfacción de una serie de requerimientos sociales que en un punto la desbordan; o dicho de otra manera, que la centralidad de la contradicción principal implique subestimar el peso y la densidad de las contradicciones secundarias.

En una tribuna reciente, Cristina Fernández convocó certeramente a constituir un frente patriótico para enfrentar la plaga neoliberal y el pésimo gobierno de Mauricio Macri. Caben allí, se dijo, los que rezan y los que no rezan, los verdes y los celestes, pues es la hora de concentrar potencia contra el insoslayable adversario de todos. Nos inclinamos a suscribirlo, siempre y cuando esto no implique tolerar posiciones absolutamente reaccionarias como oponerse a la educación sexual en las escuelas o insistir en que la homosexualidad es una enfermedad.

En igual sentido, y la reciente experiencia local y continental debe aleccionarnos, la transparencia y la ética pública ya no pueden ser pensadas como un lujo institucional del republicanismo liberal o una trampa ideológica del enemigo, sino que son un requisito que los gobiernos nacional-populares no deben bajo ningún aspecto minimizar. Es una "demanda lateral" que mal encarada quita votos y afecta nuestra credibilidad. Reclutar voluntades contra el capitalismo salvaje implica absorber pero no desdeñar la complejidad cultural y valorativa de la propia trinchera que aspiramos a engrandecer.