Hay motivos encofrados en el tiempo que explican ciertas negaciones ante la impecable obra poética de Héctor Pedro Blomberg. Alguna vez se le dio meterse en el fragor de las luchas entre rosistas y unitarios, y mostrarse tan “humano” con los primeros como equidistante entre ambos. Tal el caso de “La Mazorquera de Monserrat”, donde la protagonista muere “besando la faz de Rosas”, o “Tirana unitaria”, que remite al amor entre un soldado rosista alistado en las fuerzas del oriental punzó Manuel Oribe, y una mujer de los celestes. “Tirana unitaria, tu cinta celeste / Até en mi guitarra de buen federal”, cantaba su amigo Ignacio Corsini, brazo popular del poeta. Un vals y un tango compuestos por Blomberg junto al guitarrista afroargentino Enrique Maciel que, sumados a los versos federales de “La guitarrera de San Nicolás”, configuran un marco estético si no hostil al menos “políticamente incorrecto” ante los buenos modales de quienes ganaron la contienda. 

Como hombre de sainete, Blomberg extendió su revisionismo artístico al teatro y reivindicó la entereza social que imperó durante la época de Juan Manuel de Rosas mediante obras como “La mulata del Restaurador”, algo que por cierto desaparecería con el dúo Mitre–Sarmiento. Del mismo modo, el vate porteño refirió a épocas más recientes en “Los jazmines del ochenta”, radioteatro estrenado por la compañía del Teatro del Aire, en la que actuaba Eva Duarte. Y, como además era hombre de radio, echó mano a un romance (“Bajo la Santa Federación”), cuya osadía fue meterse en los entresijos de un dramático triángulo amoroso entre una joven rosista, un mazorquero y un conspirador unitario. 

No eran temáticas, pese a la popularidad de sus principios, que los canales mainstream del espectáculo estuvieran dispuestos a tolerar. De ahí sus omisiones y de ahí que Juan “Tata” Cedrón venga a contrarrestar tal olvido. Pero no a través del citado cancionero federal de Blomberg, sino de una etapa anterior: la que alude a las historias portuarias, al mar, a los lazos entre Buenos Aires y otros puertos. De ahí que el título sea Jamaica Marú, y que el guitarrista ajusticie con diez piezas nunca bien anoticiadas. “Justicia poética”, la llama acertadamente el ensayista Jorge Fonderbrider en el prólogo. “Justicia estética”, se agrega aquí, porque al poder lacerante de la palabra, el Tata lo viste con ropajes musicales que calzan perfecto. 

Su guitarra suena aciaga cuando tiene que arropar “La paloma del zoco”. Su voz arde en pasiones y misterios al momento de ubicarle una atmósfera precisa a “Las dos irlandesas”, tema que viene tocando seguido en sus vivos, y que todo porteño de ley debería escuchar antes de abandonar este mundo (“Se arrojó a las aguas oscuras del Dock Sud”). Y así con una serie de viejas poesías hasta hoy huérfanas de música: “Canción de amor japonesa”, bañada por un valseado realismo mágico marca Cedrón; “La visión del navegante”, cantada sin pruritos por la cellista Josefina García; el ríspido malevaje que destila “El chino del Aurora”, donde nuevamente aparece la cosa del agua oscura, espesa y turbulenta; o el relato nostálgico que principia las melodías primaverales de “Las noches del café la Paloma”, cuyo parroquiano principal sueña –otra vez– con los tiempos de Rosas. Si hay otra historia, no hay olvido. Y el Tata bien lo sabe.