“El sistema educativo está invadido por el reggaetón”, me dice Cata a la salida de un acto del jardín. Ella estudia magisterio y además es niñera. Acaba de asistir a un acto escolar emotivo, bien planteado, que mostró dedicación y el trabajo de muchos meses de maestros y maestras en las salas. Cuando llega el momento del cierre para bailar “una que sepamos todes”, lo que suena es… “Despacito”. Le provoca cierta contradicción: ve a sus futuras colegas genuinamente felices compartiendo esa música con los nenes y nenas. “¿Y por qué le dice que se va a olvidar de su apellido?”, le pregunta el nene que cuida, mientras sigue canturreando a la salida: “Hasta provocar tus gritos… Y que olvides tu apellido…”. “Si los papis se tomaran cinco segundos para pensar en las letras, pedirían cambio de repertorio”, se ríe Cata. 

Pero los papis y las mamis estuvimos bailando “Despacito”. Al fin y al cabo es lo que suena en la radio y en las fiestas, y también en los actos escolares. ¿O acaso hay otra cosa “para bailar”? No importa si en la hora de música, como si fuera un compartimento estanco, los nenes y nenas conocieron canciones como las de Canticuénticos, o las de los actos escolares de Sebastián Monk, por citar solo un par de las que más circulan en los jardines. No importa si hay tantas más y de tanta belleza, especialmente pensadas para nenes y nenas, no porque los traten como bobos sino porque los interpelan como lo que son: nenes y nenas. 

Pienso en cuánto camino le queda por recorrer a esa música, tan fértil en creación en el último tiempo, en su relación con el sistema educativo. Un lugar vital, justamente, para “dar a probar” lo que el mercado no ofrece. Claro que hay excepciones, y muchas. Pero si aún no es posible distinguir entre lo que “da” y “no da” escuchar en un jardín, es que todavía falta, y mucho. 

Pienso en lo que pasa, en cambio, con la literatura: en las escuelas y jardines circulan, en general, libros de gran calidad. En nombre de los niños y jóvenes también se editan porquerías, algunas son bests sellers. Sin embargo esos no son los libros que se citan, se leen, se trabajan y se disfrutan en las clases, o en las bibliotecas. Y si llegara un texto con contenido inadecuado, discriminatorio o alienante, seguramente llamaría la atención, provocaría al menos el debate, más aún en tiempos de ESI. ¿Por qué, en cambio, con la música hay permiso para dar a escuchar cualquier letra machista y berreta?

La literatura tiene un lugar bien ganado en la escuela. Desde la apertura democrática para acá, hubo proyectos editoriales pioneros y también el Estado puso su mirada en fomentar esa relación. Solo unos años atrás, en este país se distribuían gratuitamente 13 millones de libros en las escuelas. Hubo un Plan de Lectura virtuoso, se formaron capacitadores en todas las provincias. Todo eso quedó sembrado. Hoy los sellos editoriales siguen fomentando esa relación necesaria para su supervivencia, acercan autores a las escuelas, piensan estrategias. Y ofrecen libros de calidad porque se forman lectores, en un círculo también virtuoso. 

La música para niñes está necesitando, de manera urgente, romper también esa barrera. Salir del gueto del jardincito progre, del tallercito de arte. Pensar estrategias, si es que hay un Estado que no acompaña. Ganar también su lugar, salir a disputarlo. Darse a conocer, para poder ser elegida.