Casi como lo muestran las imágenes de los diversos éxodos que nos brindó generosamente el siglo XX, aunque antes también los hubo, pero en apariencia menos dramáticos, el exilio que nos deparó la dictadura del 76 tuvo una mecánica diferente en cuanto al desplazamiento: muchos se fueron del país en avión, otros salieron por las fronteras del este y del norte en autobús, mientras que será difícil olvidar la marcha de judíos a través de Francia, de españoles a Francia, de Palestinos a Egipto, Siria, Líbano y otros países, de africanos a Europa, son innumerables los casos y los medios, nunca un avión, a veces algún caballo o un bote; pero una semejanza parece obvia, en casi todos salen las familias enteras, esposo y esposa, hijos pequeños, a veces abuelos.

Puedo referirme a esta situación, la nuestra, en México, no muy diferente ha de haber sido en Venezuela, España, Francia o cualquier otro país. Verse de pronto, la familia entera, sin saber muy bien cómo manejarse, cómo instalarse y, sobre todo, qué hacer con los niños si son pequeños. Comprender siempre es difícil, todos tardamos en hacerlo ordinariamente, pero lo es mucho más si las causas de una erradicación son complicadas. No es fácil que a un niño que apenas se ha iniciado en la vida social se le pueda explicar que tiene que dejar todo, amigos, escuela, juguetes, un mundo que está descubriendo, porque sus padres son o serán perseguidos porque hacen política y están metidos en empresas peligrosas, a veces públicas a veces clandestinas; no se les puede exigir, pero se les impone, que admitan que tienen que empezar todo de nuevo, incluida la manera de hablar, el gusto de las comidas y las incertidumbres de sus padres que, a su vez, tienen que empezar todo de nuevo. 

Podría afirmar que la mayor parte de esos niños lo fueron comprendiendo y al mismo tiempo comprendiendo el país que dejaba de ser un sitio peligroso dónde hubieran caído sin haberlo pedido para convertirse en una fuente de descubrimientos, no necesito enumerarlos, es notorio lo que en ese terreno ofrece México si uno abre los ojos y no cierra el corazón. Nuevos amigos empezaron a florecer y, con el paso del tiempo, también lo político: nos maravilló que unos años después un grupo de esos hijos se organizara independientemente de cualquier consigna con el nombre de JAE (Juventud Argentina en el Exilio) y tuviera su propia opinión sobre las cuestiones que interesaban al conjunto, incluidas la diferencias y las opciones respecto de lo que había que hacer en el exilio como de lo que pasaba en la Argentina, la dictadura en particular y luego el regreso. Además, habían pasado siete u ocho años y, entretanto, se habían ido definiendo vocaciones, intereses, pasiones, amores y, en algunos desdichados casos, enfermedades y muertes. 

Dos temas se desprenden de esta evolución; el primero es que, en general, los que habían sido niños y ahora ya eran jóvenes no discrepaban esencialmente con la suerte que habían corrido sus mayores; el otro es que sin perder la conexión con la Argentina se habían ido involucrando con lo que ofrecía México. Lo mismo podría decirse de lo que pasaba en otros países de exilio. Dos líneas que se cruzaban y que hicieron crisis en el momento en el que la dictadura se retiraba y el regreso era posible para casi todos o todos. Para algunos ex chicos se trataba de un futuro, para otros de un desgarramiento, otra vez volvían a ser separados, ya no de los juguetes ni de la escuela pero sí de amigos y amores. 

Se diría que esta escena es propia del exilio y lo que está en cuestión, de entrada y siempre, es el choque entre deseo y voluntad de modo que es esperable que se puedan registrar muchas anécdotas. Entre ellas las de los que empezaron a sentir que los padres habían contraído con ellos deudas irredimibles; así como no les habían pedido ser traídos al mundo tampoco tenían por qué haber compartido decisiones que no eran cosa de ellos, si los hubieran consultado habrían dicho que lo suyo podía ser muy diferente y, como resultó, antagónico: si bien la dictadura podía seguir siendo ese horrible fantasma que ocupó tanto discurso también había que comprender algo más puesto que lo que iba dejando de ser comprendido era el discurso paterno. Esa tensión tomó forma al regreso y, paulatinamente, con los años, ya estoy hablando de la actualidad, los traficantes del dinero, por ejemplo, ya no eran sanguijuelas, el juez Griesa se atenía a la ley, Wall Street se convirtió en un mundo envidiable, Laura Alonso y otras gracias macristas, Patricia Bullrich, Gabriela Michetti, empezaron a tener un encanto semejante al que Macri pudo sentir oliendo el perfume de Christine Lagarde.

Maduros, empezaron a cobrarles a los padres la cuenta de lo que el exilio les había significado; en esa demanda, lo que a los padres les había importado y había dado sentido a sus vidas y por lo cual se entregaron sin cálculo ni vacilación, les pareció menor e inconvincente, la culpa de los padres consistía en que ellos habían resultado los perjudicados. A partir de ahí no les resultó difícil emprender una tarea de demolición de sus relaciones, cada vez menos amor y más distancia, era eso que algunos llaman parricidio.

Pero esto no quiere decir que hayan programado asesinarlos físicamente; lejos de ello, en ese sentido son buenos hijos, seguramente los felicitan en sus cumpleaños y les llevan los domingos a sus propios hijos que, dulcemente, gritan “abuelito o abuelita” o ambas cosas a la vez esperando el regalito o la caricia. El asesinato es simbólico, o sea ideológico o político y su estrategia es de un crudo reemplazo: si antes los padres daban el ejemplo ahora lo hacen esos infumables restos de todos los culpables fracasos argentinos; Cavallo lo fue para uno, sucedido por Sturzenegger, Prat-Gay o alguno más de esa tribu; Aranguren, miembro de un club de servidores de petroleros y financistas para otros; Grondona, insidioso procurador de dictaduras, para un tercero, buen escalón para ingresar oportunamente al mediocre cotorro que conduce directamente Macri, última y aparente figura paternal para un conjunto de resentidos hijos que creen haber realizado el sueño de una cercanía con el poder, logro que les prueba, cuando los felicita y apoya el ejército de idiotas que manejan los llamados “medios”, que hablan como si fueran “enteros”, cuán equivocados estaban sus antiguos mentores, el querido papá que se empeñaba en encontrar en Marx y Freud la verdad de la existencia y el destino de los humanos.

Estoy refiriéndome a hijos de exiliados no sólo porque la decisión que han tomado me parece flagrante sino porque altera y rompe la escena que entendíamos llena de sentido; queríamos hacer del exilio una experiencia de vida, no limitarnos al extrañamiento ni a la evocación idealizada o una imagen de futuro maravilloso en el que todos regresáramos cambiados, más sólidos y maduros, templados por la solidaridad, el afecto, la admisión de las diferencias, una ética del pensamiento y una expresión más consistente. Se ve que no todos compartían esa perspectiva, para algunos, a los que me he referido, sin duda les parecía un porvenir detestable, intentaron sacárselo de encima matando a los padres y, de paso, a todos los demás.

No fueron los únicos: también algunos hijos de exiliados internos, de esos que se aguantaron la dictadura, abogados que arriesgaron el pellejo presentando hábeas corpus cuando nadie los recibía, promoviendo el discurso de los derechos humanos, peleando en los sindicatos y en variadas formas de resistencia, tomaron posteriormente el camino de un realismo crudo, ese trivial “es lo que es” que pudo llevarlos a seguir primero a Menem y luego a todo lo que siguió en esa línea, hasta llegar a ser secuaces de Macri, una verdadera culminación, el cielo del abandono de toda idea y de toda emoción.

No me es fácil esta cuestión; no sé si he llegado al fondo de este asunto; algo me detiene como para calificarlos: sin duda esos a quienes me refiero, y que no quiero nombrar, tomaron una decisión radical, cruzaron un río, cortaron puentes y difícilmente podrán volver a esta orilla. Sus quizás antiguos sueños infantiles quedarán arrumbados junto a los juguetes que perdieron cuando sus padres perdieron todo.