Todo empezó con un recuerdo falso, dice el escritor chileno Álvaro Bisama. Fue a una comida, se emborrachó, y pensó que le habían contado una historia en la que tocan a la puerta de un hombre preguntándole por su gato. “Después me di cuenta que eso no había sucedido, pero yo ya tenía la imagen de este hombre, aislado en un lugar que podía ser la isla de Chiloé, contando su soledad”. 

El hombre al que se refiere Bisama es el protagonista de su primera novela publicada de este lado de la Cordillera, El brujo, que apareció en Chile dos años atrás. Su historia es la de un reportero gráfico acosado por el recuerdo de la adrenalina de las marchas contra Pinochet, y también por las atrocidades que tuvo que vivir y fotografiar, que se marcha lo mas lejos posible, intentando olvidar. “Pero me di cuenta que para poder llegar a la voz de este hombre solo en una cabaña, tratando de hacerse cargo de las imágenes que alguna vez sacó, antes tenía que contar la historia de su hijo”, explica Bisama, que presenta en El brujo lo que en un principio parece ser una historia de iniciación. 

“Mi intención fue trabajar esa prosa autoficcional de los hijos, y darle una vuelta. En particular a partir de un personaje que no tenía nada que ver conmigo”, se ríe. Esa voz es la que describe a un padre traumado y que se aleja cada vez más, hasta desaparecer de escena, y que cuando reaparece es porque una llamada telefónica le avisa al hijo que su padre ha desaparecido. Así es como la novela se convierte en un irresistible y extraño policial negro, que se irá poniendo cada vez más y más oscuro. “Hasta que se produce el efecto, y aparece esa otra voz, la del padre”, explica Bisama, que ya lleva publicadas seis novelas desde 2006, y en Chile acaba de aparecer la séptima, Laguna. “El brujo se fue escribiendo como una canción de Mogwai: muy suave, muy lenta, muy atmosférica y muy clara, que lentamente termina enturbiándose, asomándose a la oscuridad”, revela, refiriéndose a un grupo escocés de post-rock, cuyas composiciones coinciden con su descripción del clima del libro. “Esa canción que es la novela termina volviéndose como el caos vital que tiene el personaje”.   

Esa falsa historia de iniciación y el lento encender de sus motores tal vez la convierta en tu novela más accesible...

–Fue un proceso de descubrimiento. Yo no sabía lo que iba a suceder. Por lo general no escribo un argumento, simplemente se que el libro se dirige a determinado lugar. En este caso fue un proceso super lento, y cuando escribía empecé a pensar en el modo en que las imágenes enfermaban, tanto a los que aparecían como a los que traficaban con ellas. Así que además de ser un policial sin policial, y en el que aparece Chiloé pero no es un libro sobre Chiloé sino sobre un tipo solo en una cabaña perdida, es un libro sobre las imágenes...

También es un libro sobre la dictadura de Pinochet, o más que nada sobre lo que vino después.

–Como material literario me interesa más la década del noventa, que la dictadura de los ochenta. Porque en Chile los noventa son un espacio arrasado y muy vacío, habitado por los fantasmas de la década anterior. Es la época de una democracia cautelada, de “la justicia en la medida de lo posible”, como decían los gobiernos democristianos de la época. El segundo tercio de esa década, que corresponde a Frei, es la época que yo percibí como la nada, con días todos iguales. Por eso la detención de Pinochet en Londres fue tan importante. Nunca pude volver a escuchar “London Calling” de The Clash sin pensar en el llamado que Londres nos había hecho a todos. 

QUÉ PUEDE HACER UN POBRE CHICO

A los 43 años, Álvaro Bisama hoy es uno de los referentes de una segunda generación en Chile de escritores post-dictadura, que apareció con el nuevo milenio y creció bajo la luz liberadora de figuras como Roberto Bolaño, Pedro Lemebel y Diamela Eltit, que supieron ampliar los límites de lo literario, cada uno a su manera. Poco más de una década atrás, junto a Alejandro Zambra hicieron de representantes chilenos en la antología Bogotá 39 (2007), que reunió a 39 escritores latinoamericanos menores de 39 años. Fanático confeso de Fogwill –y también de Aira y Piglia, dentro del ámbito argentino–, es posible imaginarse orgulloso al aún demasiado joven escritor de entonces, imaginando un diálogo con el autor de “Muchacha punk” desde su cuento “Chica nazi”, incluido en la antología.

Por entonces Bisama aún escribía desde la protección y la inconciencia de su natal Valparaíso, alejado del mundo literario de Santiago, y sólo había publicado su debut, Caja negra (2006), que hoy describe como una novela que fue creciendo hacia los lados (“no lo hice, pero podría haber dicho que era literatura experimental”), bolañesca y wilcockiana en la medida que incluye un profuso diccionario imaginario de directores de cine clase B chileno. Ese espacio que presenta como arrasado y vacío de la década del noventa en su país es el de la adolescencia que Bisama atravesó en Villa Alemana, hoy un suburbio de Valparaíso, por entonces apenas un pueblo cercano al que se mudó su familia, conocido por la historia de un vidente que aseguró haber visto a la Virgen María y también por una profusa escena de bandas de punk y metal. “La consigna era la misma del ‘Street Fighting Man’ de los Stones: Qué otra cosa puede hacer un pobre chico/ salvo cantar en una banda de rock”, recuerda. “Por eso para mí los noventa en realidad tienen dos caras: ese frenesí intenso, y también esa nada”. 

Hijo de padres docentes, Álvaro creció con una amplia biblioteca llena de los libros del boom latinoamericano a su disposición, y queriendo desde chico dibujar historietas. “Mi padres eran fanáticos de Onetti”, recuerda. “Y con la historia de la aparición de la virgen tan presente, leía a García Márquez como si fuese un cronista”.  Terminó siguiendo también el camino de la pedagogía, pero –confiesa– más como excusa para poder leer todo lo que quisiera. Antes (y después) de la literatura incursionó en el periodismo, como cronista primero y luego como crítico literario, y asegura que empezó a escribir porque sentía que todo lo que estaba leyendo no tenía nada que decirle. “Caja negra era una novela que yo quería leer y no encontraba por ahí, y después me di cuenta que entonces había otros escritores que, como yo, estaban buscando otras cosas, como Zambra, que también era critico literario, con Bonsai, o Jorge Baradit, con la ciencia ficción de Ydrasil”, repasa Bisama, cuyo particular universo literario estaba cruzado por los mundos imaginarios de Borges, Schwob o Stanislaw Lem, pero también la ciencia ficción anglosajona de los sesenta, una olvidada narrativa chilena lumpen de esa misma época, y por supuesto las historietas de Grant Morrison y Garth Ennis. “Narradores que también habían tenido que armarse una estructura literaria con retazos de aquí y de allá”.  

Esa literatura experimental de tus comienzos ¿cuándo te parece que dejó de serlo?

–Creo que cuando salió Estrellas muertas, mi tercera novela, que cargué durante mucho tiempo en mi cabeza. Antes habia sacado Música marciana, que llevaba esos primeros experimentos al extremo, y estaba bien, creo. Pero me empecé a preguntar: ¿qué pasa si retiro todo lo que me gusta, todo lo que me hace reconocible, todo lo que se hacer, y empiezo a trabajar desde lo que no se?

¿Qué era lo que no sabías?

–Escribir desde una lógica que no fuera paródica, que existiera a partir de la experiencia y no de la biblioteca. 

Estrellas muertas cuenta la historia de un amor trágico entre una militante que atravesó la dictadura y un estudiante de ese Chile congelado en los noventa con punk como música de fondo, y fue el libro que se podría decir que te sacó del under...

–Tiene la huevada de que algunos conocidos me dijeron: te vendiste a la Academia. Porque pasé de estar en foros del ghetto de la ciencia ficción a estar en mesas de la literatura sobre la dictadura. Un viejo operador político de la Concertación llegó a decir que se sentía parte del libro. Me parecía algo delirante. Más que nada porque yo siempre leí la ciencia ficción como un ejercicio experimental, ya que lo que me interesaban eran sus procedimientos situacionistas de tergiversación. Mi ciencia ficción era traducir una canción de The Smiths, firmarla como Gabriela Mistral y hacerla pasar por un poema perdido. Y Estrellas muertas abre con una canción de The The en una película de Gregg Araki. Después de la expansión viene el ajuste, el trabajo sobre la forma, y con Estrellas pasó eso, y la novela funciona. Y también pasa que habla de espacios que conocí.

Lo mismo sucedió con Ruido, tu novela siguiente, que cuenta la historia del vidente de Villa Alemana...

  –Ruido no hubiese existido sin Estrellas, pero ya estaba escrita de antes. Fue en realidad una crónica que tuvo varias versiones: primero en una antología, luego en la revista Etiqueta negra. Pero cuando quise transformarla en un libro de crónica me di cuenta que no me interesaban los datos precisos, sino la historia de esa comunidad. Sucedió que mi mujer se fue de viaje durante una semana, y yo me la pasé escuchando los cassettes de rock de mi hermana, puras bandas de Villa Alemana. Ahí fue cuando me di cuenta que había que borrarle todos los datos temporales, y apareció con claridad la primer persona plural, ese nosotros que viene de Faulkner y Eugenides. Era una época que estaba ejerciendo mucho como cronista, publicaba semanalmente en La Tercera y en la revista Qué Pasa, y me dí cuenta que como novela entraba en una zona que la crónica y el periodismo no podían llegar.    

LA IMAGINACIÓN POR SOBRE LO REAL

El departamento es un cuarto piso por escalera, con un amplio ventanal que da al Parque Bustamante, en el centro de Santiago de Chile. Allí es donde Álvaro Bisama vive junto a su pareja, la artista plástica Carla McKay, su fotógrafa oficial y a la que dedica invariablemente todos sus libros. Cuando no está sentado a la amplia mesa que preside un living lleno de libros, adornos, cuadros, fanzines, revistas y toda clase de papeles, Bisama hace una y otra vez café, y presenta a sus dos gatazos, Eduardo e Ignacio. El apoyabrazos de uno de sus sillones aparece meticulosamente destruido, capa tras capa de tela hasta llegar a exponer su esqueleto de madera. “No lo arreglamos porque no vale la pena, seguramente lo volverían a hacer”, explica Álvaro sobre la obra de sus mascotas. Y es inevitable no pensar en que su dueño hace lo mismo en su propia obra, rasgando y rasgando, buscando lo que hay debajo de cada capa, hasta llegar al hueso, dejándolo expuesto a ver qué pasa. 

“La escritura tiene que ver con el proceso de descubrir lo que no sabías que podías hacer. Si ese proceso no está, para mí no funciona”, confiesa casi al pasar. “Porque yo no soy cuentista, no me interesa ese ejercicio tan fino del cross a la mandíbula del cuento. Me interesa la novela como zona de incertidumbre, donde yo no tengo claro lo que va a pasar. Me parece que hay que iluminar los objetos con una luz que en el fondo permita ver otras dimensiones de ellos. Pero también lo que ahora me doy cuenta es que me interesa es contar historias”. 

Profesor universitario –actualmente dirige la escuela de literatura creativa de la Universidad Diego Portales– y periodista además de escritor, Bisama ganó con Estrellas muertas, el primero de sus libros escrito en este departamento (y el primero publicado por Alfaguara), el premio Municipal de Literatura de la ciudad y el premio de la Academia Chilena de la Lengua. Los memoriosos –y curiosos– recordarán además que fue el primero de sus libros en empezar a asomar en algunas librerías porteñas. Después de deambular por otras editoriales –con los cuentos de Los muertos (2014) por Ediciones B y la novela Taxidermia (2014) por la editorial independiente Alquimia, entre otros libros– su regreso a Alfaguara fue primero con El brujo, y ahora con la flamante Laguna, una novela breve y acelerada, ambientada en Viña del Mar en la década del noventa, que sorprendentemente –al menos para Bisama– asomó en las listas de los más vendidos durante el mes de su lanzamiento. 

“Es una novela anclada en una noche”, explica su autor. “Si El brujo es un policial que se interna en la pesadilla, Laguna es directamente la pesadilla”. En las entrevistas que estuvo dando en Chile para la salida de la novela, Bisama contó que él conoció el paisaje de esa laguna siempre escondida entre la niebla a la que alude el título. “Yo iba a un colegio que estaba al lado de esa laguna”, precisa ahora. “Tenía clase de educación física a las ocho de la mañana, y aunque aún estaba oscuro nos mandaban a correr entre la niebla, alrededor de esa laguna vacía y muerta. ¡Una locura! Hoy lo pienso y me parece algo completamente irresponsable”. 

Tanto El brujo como Laguna son novelas –señala– escritas mientras se estuvo dedicando a hacer reseñas televisivas. Fanático de las historietas, cinéfilo obsesivo, lector compulsivo y rocker fanático, Bisama en los últimos años sumó a la televisión abierta entre sus obsesiones. “Tenía una columna semanal en el suplemento literario del diario El Mercurio, en la que en realidad escribía de historietas y cosas así, de las que antes nadie escribía y ahora escribe todo el mundo, así que empezó a parecerme recurrente y la dejé. Justo entonces me ofrecieron escribir de television en la revista Qué pasa. Después me llamaron de La Tercera para hacer la crítica semanal, y me interesó porque era el momento de la crisis en la televisión chilena, con la llegada de las novelas turcas. Me sentí muy cómodo escribiendo de culebrones y realities. Y además me resultó fascinante ser testigo de una crisis en tiempo real y poder escribir sobre eso”, dice Bisama, que compiló algunas de esas columnas televisivas en un pequeño volumen titulado justamente Televisión (2015), editado por un sello independiente llamado Lecturas Ediciones. 

¿Entonces tus últimas novelas dialogan con esa experiencia televisiva?

  –Más bien funcionan como una suerte de blindaje. Un espacio de autonomía, de defensa de la imaginación por sobre lo real. Y lo mismo se puede decir de la música y los libros y las películas que nunca dejé de disfrutar mientras además miraba televisión. Yo creo que los consumos culturales son mecanismos para entender el mundo. Mecanismos contradictorios pero a la vez mucho más sofisticados que otros, para poder entender sus contradicciones, sus paradojas, su ausencia de moraleja. El otro día estaba viendo Blade Runner 2049, una película que cada vez me gusta mas porque es una oda de Denis Villeneuve al cine que lo formó, en el que demuestra un enternecedor cariño por los materiales que lo configuraron. Hay algo ahí. Y pasa también con las canciones, por ejemplo. Uno habita las canciones como si fueran casas: te sentís protegido, te sentís feliz. No lo tengo muy claro, pero es algo que me pasa. 

¿Sólo con las canciones?

  –No, me pasa con todo. Creo que si uno crece en lugares como Chile u otros países de América Latina donde la cultura es un espacio precario, la relación que se establece con los objetos culturales es mas afectiva que intelectual. Y en ese contexto eso hace que pasen por una experiencia vital que en el fondo define ciertas cosas. No es un experiencia organizada, ni tampoco digo que sea clara, pero uno siempre se aferra a lo que tiene y trata con eso de construir algo.