Existe un esquema archiconocido, por no decir remanido, para describir la estructura electoral argentina. Es la teoría de los tercios. El lector seguramente la conoce porque no falta en ninguna sobremesa más o menos politizada. Asume que dos tercios de la población tienen una posición ideológica definida marcada por la contradicción polar sobre el rechazo o adhesión al peronismo. Un tercio sería peronista, lo que hoy se expresa en el kirchnerismo, y un segundo tercio antiperonista, expresado por el macrismo. Después de tres años las opciones del centro o del medio son dibujos en las mesas de arena para jugar hacia uno u otro lado, no opciones de poder real. Hilando apenas un poco más fino se trata de la histórica contradicción ideológica entre los proyectos nacional populares y el neoliberalismo de las elites, locales y globales, que desde siempre conducen la economía local. Estos dos tercios serían los “núcleos duros”, el tercer tercio es el núcleo blando de los menos ideologizados, quienes pueden votar cualquier cosa de acuerdo a una multitud de componentes: la situación económica instantánea, la influencia de los medios de comunicación, alguna simpatía remota y fluctuante, la propaganda o hasta el estado de ánimo el día de la votación. Como enseña Jaime Durán Barba en sus libros de autopromoción, este núcleo blando es la presa que deben perseguir quienes diseñan campañas electorales ya que son las voluntades volátiles que definen la elección. Y las que se pueden convencer.

Algunos economistas, que son tan “cienciacentristas” como los integrantes de cualquier otra tribu, creen que lo que define la voluntad electoral del tercio blando es la situación económica objetiva. Pero con una aclaración: se trata de una definición “en última instancia”, ni muy lineal ni muy determinista y, sobre todo, cortoplacista. Que sea una determinación “en última instancia” quiere decir que también influyen otros componentes sociológicos, como los propios de las autopercepciones de clase. Un ejemplo son las personas de origen de clase media baja “meritócrata”, que llegaron a pagar ganancias bajo el kirchnerismo, pero que odiaban a los “vagos” beneficiarios de programas sociales, quienes sobre el fin del gobierno anterior representaban el perfil clásico del votante massista que terminó apoyando a Macri en el balotaje.

Pero no derivemos. En el 51 por ciento que votó a Macri en 2015 existieron muchos votantes económicos. No eran votantes que querían un ajuste neoliberal. Aunque entre las clases medias recién ascendidas siempre ronda el espectro de “retirar la escalera”, se trataba de sectores que en realidad “no querían perder nada de lo que ya tenían”, que quizá eran docentes que aspiraban a ganar los 40 mil pesos por mes que por entonces prometía María Eugenia Vidal, o jubilados que pensaban que obtendrían el 82 por ciento móvil, o asalariados bien remunerados que creyeron que serían eximidos de pagar Ganancias. Es decir, si bien el discurso del lawfare ayudaba a demonizar al adversario y a encontrar una causa extraeconómica para el estancamiento relativo de los últimos años del gobierno precedente, las esperanzas de los votantes blandos eran fundamentalmente económicas. Todos creían que con “el Cambio” estarían mejor.

Hoy es evidente que el macrismo no cumplió ni cumplirá con las promesas económicas para estos sectores. Tan claro como que de todas maneras volvió a imponerse electoralmente en 2017, año en el que la economía volvió a jugar un rol efectivo clave. En 2016 Cambiemos impulsó su primer shock devaluatorio y de ajuste de ingresos, pero en 2017 relajó sus trazos fundamentales, como la baja de salarios y la suba de tarifas, a la vez que contuvo el dólar e impulsó la demanda agregada de corto plazo, tanto vía créditos de la Anses como a través de la obra pública. Así, mientras se utilizaba el endeudamiento externo para contener el tipo de cambio en un contexto de restricción externa, estas medidas permitieron que la economía crezca durante unos meses justo antes de la elección, lo que posibilitó que el aparato mediático cambiemita, su mayor activo político, transmita la idea de que 2016 fue el año de resolver los problemas de la pesada herencia, mientras que en 2017 el modelo comenzaba a despegar. En esta secuencia 2018 estaba llamado a ser el año de la consolidación económica.

Si se vuelve a repasar la secuencia histórica reciente es porque para 2019 el oficialismo apuesta a repetir un esquema similar. Tras el desastre económico de 2018, el objetivo sería inducir una leve reacción del PIB antes de las elecciones que permita decir “ya solucionamos los problemas y empezamos a crecer, tenemos que tratar de no volver al pasado”. La estrategia descuenta la profundización de la demonización del “populismo” en la figura del kirchnerismo: más lawfare y accionar judicial mafioso para desmoralizar al enemigo, es decir que el aparato de inteligencia–judicial–mediático se meta hasta con los hijos de CFK.

Pero hay un detalle político previo. El fracaso económico cambiemita es tan innegable como irrecuperable. Hoy sólo es posible sostener el precio del dólar, y con él la estabilidad macroeconómica relativa, gracias al pulmotor de los recursos que aporta el FMI. En este escenario, la gran apuesta del oficialismo para 2019 se basa en la esperanza de mantener apenas la estabilidad cambiaria con los dólares del Fondo. Pero la dependencia con el FMI significa también que, a diferencia de 2017, deberá continuarse indefectiblemente con el ajuste. Dicho de otra manera no se le podrá dar ni un poquito a la demanda. Es un escenario económico literalmente espantoso, de continuidad de una recesión dura. Hasta los economistas que funcionan como legitimadores del régimen dejaron de hablar del fantasioso rebote en V, y pronostican, en el mejor de los casos, una pobrísima L. La esperanza de máxima es que el PIB simplemente deje de caer y se estabilice en el fondo del pozo. Parece poco para ganar elecciones.

Si el gobierno habla de reelección es porque está obligado a hacerlo para sostener su poder en el año que le queda, pero no existen factores reales que alienten su continuidad. Ello no quiere decir que las elecciones se ganarán solas hablando del desastre cotidiano de los meses por venir. La oposición deberá trabajar también para enamorar a una parte del tercio blando. Lo que sí es cierto es que el Cambio entró en decrepitud temprana y ya no convence ni a buena parte de los que hasta ayer se contaban como propios. Y no debe olvidarse que en 2015 Cambiemos se impuso por apenas 2 puntos, no por 20.