Después de ella nacieron diecisiete, algunos como ella en Campo Belo, Minas Gerais, otros en San Pablo donde su mamá María, bordadora, escultora que tallaba en madera, pintora y ama de casa, y su papá José, un hombre del ferrocarril que tocaba el acordeón, fueron a probar suerte seducidos por las promesas de prosperidad del rumor paulista. La promesa no se cumplió. Cuando llegaron los días en los que el dinero apenas alcanzaba para las primeras horas del mes, María Auxiliadora ya había dejado la escuela y estaba trabajando como empleada doméstica. El familión de hermanxs pintaba, escribía poesía y hacía música, María Auxiliadora, que bordaba desde los nueve años, pintaba con carbón sobre cualquier superficie (después sumó colores y aceites) y salía a la calle a vender sus obras de arte. Después lo hizo en Embu das Artes, en el mercado de pulgas a cielo abierto, y en la Praça da República, en el centro de San Pablo.

Fuera de los circuitos comerciales, “demasiado comprometidos con cuestiones de conciencia negra”, la familia da Silva crecía en una casa atelier que los años transformaron en un centro cultural que blandía linaje africano. Quizás fueron los aceites caseros con los que experimentaba para sus lienzos, quizás los trabajos crueles de la infancia… mientras el diagnóstico de causas se perdía en juicios toscos, la salud de María se debilitaba. La primera cirugía llegó a los veintidós y soportó otras seis en sus últimos meses de vida. Nadie curó su cáncer, tampoco las medicinas de cadencia candomblé. 

Los seis años previos los había dedicado solo a pintar. Sin escuela, sin lecciones de claroscuro ni perspectiva, María pintaba y llevaba sus cuadros a la calle (el precio de venta nunca tenía que ver con el tamaño, tenía que ver con el trabajo y  el tiempo). La venta ambulante siguió hasta que un día llegó el día de la fama por venir gracias a Mário Schemberg (ingeniero y  crítico de arte que le consiguió una  galería a través del cónsul de Estados Unidos) pero fue una fama sin fama, una fama demasiado breve. La cultura oficial no la reconoció y la muerte llegó antes. Murió el 20 de agosto de 1974. En 1972 había vuelto a la escuela, un centro de alfabetización de adultos que se convirtió en aula e inspiración; en el centenar de obras que se descubrieron hace unos años, aparecen sus compañeros semidormidos descifrando textos y haciendo cuentas. A fines de los años setenta, una editorial italiana publicó un libro que hablaba de ella como se habla del horizonte. Era la hacedora de una frontera, una mujer línea capaz de dibujar el contorno de ese arte creado fuera del condicionamiento cultural y del conformismo social. La década se despedía nombrándola en lengua ajena en las ferias de arte de París, Basilea y Düsseldorf. Europa descubría en el rojo y en el amarillo, en el modo de trabajar el blanco y en el relieve del pelo pintado sobre el lienzo (sus propios pelos) al Brasil bordado de María. En sus pinturas hay encaje y letras (cartelitos y textos como en las historietas), bailes, feijoada, carne, vino azucarado y arroz,  hay cuadros suyos colgados en las paredes pintadas de otros cuadros suyos, hay mujeres fuertes y hay fantasmas rugosos de los huesos que se evaden. Hay hospital, velatorio y entierro. Se pintó viva, se pintó muerta.