1 En aquel tiempo, noches de fines de los 80, comienzos de los 90, Osvaldo cae al bar de la esquina de Córdoba y San Martín, recién levantado, a eso de las diez cuando ya estamos listos para ir a cenar a un bodegón. Somos Antonio, Rodrigo, Juan y yo. A veces se suma Miguel, que es más de parar a la vuelta, en el Bárbaro, en el pasaje Tres Sargentos. La zona es El Bajo. El bar se llama La Barra, pero entre nosotros, le decimos, por el color de su decoración,”el Amarillo”. Osvaldo escribe en este diario las contratapas de los domingos. En el momento de esta historia está publicando sus cuentos sobre el padre. Es sabido, el padre es uno de los temas centrales de la literatura norteamericana. Todo joven que se precia de ser escritor empieza su “carrera” –si es que este oficio tiene algo de competencia de embolsados– con un cuento en el que describe la vez que el padre lo llevó a pescar con mosca, a cazar un oso, a escalar una montaña. El padre siempre está ahí, mítico, enseñando en cada relato de iniciación. En el momento de esta historia en Buenos Aires leemos La invención de la soledad, la novela corta de Paul Auster en la que el padre es  un “hombre invisible”. Un tipo de naturaleza apocada, casi inexistente, sin el tormento alcohólico del padre de Carver.

No me acuerdo si esta noche estamos todos, pero sí que nos juntamos y, para variar, hablamos  de literatura. Alguien le señala a Osvaldo que no debe ser casualidad que termine de ser padre y ahora se le dé por escribir sobre la cuestión, que es central también en su última novela, La hora sin sombra (1995). Osvaldo no se ataja. Admite lo que tiene defactible la interpretación psicológica. No se anima a definir la relación con su padre como buena o mala. Ha pasado sus momentos de plenitud y también de malentendido. Por supuesto, queda culpa. Siempre queda, dice Osvaldo. Y el padre, en este sentido, es tierra fértil para la recriminación y, por qué no, la vergüenza. Le preguntamos cómo reaccionó su padre ante su literatura. Nos cuenta: al publicar su primer libro, Triste solitario y final (1973), tenía escasos treinta años y su padre pasaba los sesenta. Osvaldo todavía no se sentía escritor. No se la creía. No recordaba lo que el padre le había dicho. Pero sí que tiempo después le había dado a leer un cuento. El padre, un técnico de Obras Sanitarias, que no tenía una formación literaria, que no debía haber leído más que el Martín Fierro y algún otro título escolar, a los sesenta y pico, después de la publicación de su hijo,se puso a escribir un cuento en el que describía su vida en el delta, los personajes y sus aventuras. Osvaldo no se acuerda con exactitud cómo reaccionó ante elcuento paterno y cuál fue su respuesta. Con certeza, nos dice, había orillado el desdén. El padre habría de morir un año después. Y ahí estaba, esperando, agazapada, la culpa. 

Pero el tema del padre en la literatura de Osvaldo está antes de las contratapas. De movida, en su primera novela. Debimos acordarnos –al menos yo me acuerdo ahora– de cómo operaba la figura del padre en la literatura de los cercanos de Osvaldo. Miguel había escrito suscuentos de Las hamacas voladoras (1964) entre los dieciséis y los veintiuno. El cuento que abre el volumen es “Capítulo primero”. Una situación autobiográfica, qué duda cabe. El pibe que es mandado por la madre a traer al padre del boliche. El padre está tumbado sobre la mesa. Apenas puede incorporarse. El pibe experimenta vergüenza pero también resentimiento ante las miradas de los otros. Antonio, en cambio, no había escrito aún sobre el padre. Ya era padre cuando publicó su primera novela, Siete de oro (1969). Está dedicada: “A mi hijo Marcos”. Es, vale tal vez apuntarlo, el primero en dedicar un libro a un hijo. Y por eso no tiene todavía, en esa noche en el bar, necesidad de escribir sobre el padre. Recién lo hará más tarde, bastante más. Después de su novela Oscuramente fuerte es la vida (1990), la novela basada en su madre. A los sesenta y cuatro escribirá El padre y otras historias (2002).

Las historias que Osvaldo escribe en el diario nos transmiten un padre que, siendo un perdedor, no se resigna a su condición y persiste terco en hacerle frente a las adversidades. La principal de todas es el peronismo. Perón es su archienemigo. Y así lo deja claro en primer el cuento de la saga: “Un peronismo de juguete”. Al padre le humilla que su hijo espere la dádiva de su enemigo: al pibe esperaba una pelota le llega una lanchita de lata que navega a alcohol. El pibe le escribe al General. Y después le llega, además de la pelota, un juego de once camisetas con el estampado de la Fundación. Osvaldo nunca fue un “contrera”, como su padre. Pero tampoco creyó en el peronismo. Sin embargo, comprendía a quienes lo habían elegido como destino. El padre de sus historias se levanta y se cae una y otra vez. A veces uno escribe pensando en cómo va a ser leído por el hijo, recapacitaba Osvaldo esa noche. Y uno se equivoca, decía, porque puede que al hijo no le importeuno como escritor sino como padre. Ser padre es estar siempre en deuda, se decía Osvaldo. Y ser hijo también. Lo más que puede hacer uno como padre es esmerarse para que el hijo no sufra lo que uno vivió. Pero sufrirá otros trancesque nosotros seguramente no advertimos. Porque no podemos o porque no queremos. Porque ser padre es estar siempre en falta, machacó.

2 Hay una conexión entre las contratapas que escribe Osvaldo y su popularidad envidiada. Su fama de narrador proviene de su manera de escribir, más vinculada a Graham Greene, Raymond Chandler y James Cain que a ningún modelo vernáculo. Contemporánea de La traición de Rita Hayworth, en Triste, solitario y final, como en Puig, estamos en las primeras novelas de nuestra literatura que se alimentan y metabolizan la cultura de masas. Las dos pertenecen a la misma época. Es cierto, la escritura de Osvaldo se cifra en un modo en apariencia más sencillo de narrar, pero no menos fácil de conseguir a la hora de desarrollar el entramado de una historia y, a la par, cimentar un estilo propio. Su repercusión tiene también una explicación ineludible: su narrativa pivotea, alegórica, sobre la realidad de sus lectores, lo que no excluye, paradójicamente, que fuera tan leído en nuestro país como en Italia o la más lejana Dinamarca. La solidaridad con que despliega sus constantes –ya sea el desgarramiento entre peronistas, la pantomima revisionista, la devastación neoliberal, el futbol, siempre, el futbol–, ese estar pendiente y alerta de lo que sucede a su alrededor, las convierte en herramientas de escritura. A esto me refiero cuando hablo de solidaridad. Osvaldo escribe creyendo en la noción de lector, una noción que es política. La repercusión que adquieren sus novelas generan inquina. Sus detractores, en esos años, a Osvaldo lo acusan de ser simplón. Le tiran a matar. No le perdonan el éxito, que no proviene, como en la actualidad, de figurar en la tele.  Pasa por otro lado. Pasa por la escritura. En especial, arriesgo, por sus contratapas más que por sus novelas que alcanzaron la adaptación cinematográfica. 

3 Hoy, cuando leo noticias, me acuerdo del corresponsal también protagonista de muchas contratapas de Osvaldo. Un periodista local registraba los domingos anécdotas del poder y las despachaba a una agencia internacional. Sus historias semanales, una lectura sarcástica de la política, causaban estupor al jefe del otro lado de la línea telefónica y una gracia trágica a sus lectores. Textos puro diálogo, acá el modelo era Art Buchwald. Y uno sonreía, junto con Osvaldo, sonreía por no llorar. Me pregunto ahora qué escribiría Osvaldo sobre un presidente investigado por estafador, su gabinete chorro que arrastra causas ignominiosas, el disciplinamiento social, los miles de despidos que los ceos encaramados en funciones públicas ejecutan mediante una represión cada día más cruenta e impune. Un gang de impresentables que, no hay que olvidarlo, se hicieron con el poder mediante el apoyo de la artillería mediática al servicio del lumpen-capitalismo y la falsa conciencia de clase de sectores medios que, bajo la presión de un persistente y minucioso lavado de cabeza, se tradujo en el voto “democrático”. Lo increíble es que este gobierno sobrevino con el apoyo electoral de una bandita de la intelectualidad que se expresó, faro de la entrega y la injusticia, en declaraciones y solicitadas “republicanas”. Hablar de una intelectualidad macrista es, por lo menos, un oxímoron. Entre estos no faltan los que ya se han colocado y calientan sillas en despachos con la excusa oportunista de que los espacios deben ser ocupados. Como posible broche de una contratapa imaginaria de Osvaldo, después de citar investigaciones de cuentas off shore y una justicia feudal y sanguinaria en las provincias, el corresponsal, seguro, no se privaría de citar al ministro de cultura que tiene la caradurez de afirmar que los integrantes de este gobierno son hijos de los 60, del Che y los Beatles. Osvaldo, que sabía tocar la cuerda del patetismo político, se haría un festival con estos payasos asesinos. Si se piensa en la realidad, en este presente estragado por el ajuste salvaje, seguramente aquel corresponsal dispondría de material de sobra. 

Qué tienen que ver aquellas contratapas con la cuestión del padre. Tienen. Osvaldo pertenecía a la generación del Che y los Beatles.

4 Se cumplen veinte años de la muerte de Osvaldo. Hace unos días me puse a releer el primer capítulo de su primera novela. Allí el flaco Stan Laurel observa las luces de la gran ciudad mientras el barco ancla. “El barco se ha detenido”, escribe Osvaldo, “y desde la bodega emerge un ganado sucio y mugiente. Una a una las vacas pisan tierra americana y nadie les envidia su destino”. El escritor, me digo, quizás no reparó en el parentesco literario que insinuaba en esa primera escena. A tener en cuenta, la resonancia de Echeverría –no importa si deliberada o no– y el sentido que vuelve a cobrar la idea de Viñas, el inevitable Viñas, acerca de El matadero: la literatura argentina nace y se organiza en torno a una metáfora mayor: la violación. La literatura de Osvaldo pivotea y se adentra con una ironía sin piedad en la violencia política. Es en este marco que desnuda la práctica de un sistema donde deben leerse sus contratapas, pero también sus ficciones, incluyendo aquellas que protagoniza el padre de la ficción cuyo hijo escritor, identificándose con Stan Laurel, dirá esa frase desafiante que legará a los lectores y sus hijos. Entre ellos, está el mío. “No van a matarme, papá” –dice–. Y salta a tierra.

5 Esa noche en el bar no sabemos que a Osvaldo le quedan unos pocos años de vida. Cuando muera a los cincuenta y cuatro su hijo tendrá cuatro, cinco años, no mucho más. Puedo recordar en una tarde caliente de enero a ese chico, ayudado por un amigo, a tirar los primeros terrones sobre el ataúd en el cementerio de La Chacarita.

del álbum familiar de Soriano
Junto a su hijo Manuel, en su última casa de Buenos Aires