La producción industrial cayó más del 13 por ciento en octubre, según el Indec, y la inversión se contrajo prácticamente el 25 por ciento en noviembre, según el ITE-FGA. Ambos datos expresan lo que ya se sabía: la economía local fue llevada a una recesión violenta que, además, tiene carácter “desindustrializador”.

Las recesiones no son algo que simplemente acontece como consecuencia, por ejemplo, del azar, de la mala gestión interna o de la evolución de la economía global. Estos factores, en particular los dos últimos, pueden impactar de manera dispar en el nivel de actividad, pero la conducción del ciclo interno en el mediano y largo plazo es siempre local. Dicho de otra manera, las recesiones como la actual, es decir en un contexto externo que no es brillante, pero tampoco recesivo, son el producto de decisiones políticas internas.

Desde los albores de la civilización agrícola la humanidad sabe, por ejemplo, que si el faraón invierte en pirámides la actividad económica florece. Sin embargo, a partir de la década del treinta del siglo pasado, con los desarrollos teóricos de John M. Keynes y Michal Kalecki, la teoría conoce algo más, sabe cómo conducir el ciclo económico. Si ocurre una recesión es porque los hacedores de política, que son quienes conducen el ciclo, así lo decidieron.

La pregunta que sigue es por qué los hacedores de política tomarían una decisión tan aparentemente irracional como provocar la disminución de la actividad, un panorama que va acompañado por aumentos del desempleo y la pobreza y también por la destrucción de riqueza y capital social. Las respuestas son múltiples, pero hoy nos concentraremos en dos, una principal y otra accesoria. La principal es la distribución del ingreso, la accesoria es la división internacional del trabajo. Una manera abreviada de decirlo, en un lenguaje menos amable y sólo en apariencia ideológico, sería que el motivo para provocar una recesión es la lucha de clases en un contexto imperialista.

Ya en el cuarto año de gobierno los objetivos económicos del macrismo se manifiestan con claridad y pueden resumirse en tres: bajar salarios y subir los precios de las tarifas, incluidos los combustibles, y del dólar. Estos tres objetivos, muy logrados, permiten hablar de un gobierno clasista, que favorece al capital, pero no a todo el capital, sino a las firmas energéticas y a las exportadoras de base extractiva, desde el mismo sector hidrocarburífero y minero, al agro y las manufacturas de origen agropecuario con destino a la exportación. Luego, en el marco del capitalismo financiero y un régimen de endeudamiento externo, los bancos completan el podio de los favorecidos.

Nótese que la selección de ganadores reposiciona al país en la división internacional del trabajo. La industria, especialmente la sustitutiva de importaciones, la que compite con los capitales globales, deja de ser prioridad y el lugar en el mundo del país vuelve a ser el del siglo XIX, un país proveedor de materias primas y algunas pocas commodities e importador de todo lo demás. La elección supone tácitamente la destrucción, precisamente, de “todo lo demás”, lo que se expresa en el derrumbe de la industria y la inversión.

Pero el punto crítico es que la redistribución del ingreso en contra de los salarios tiene consecuencias económicas muy fuertes. La primera es la caída del consumo interno, lo que explica buena parte de la recesión actual. Debe considerarse que cuando se describe que en los últimos tres años los salarios perdieron cerca de un tercio de su poder adquisitivo se soslaya que la pérdida efectiva es aun mayor por dos razones, porque la canasta alimentaria aumentó por encima de la inflación y porque una porción significativamente mayor del salario se destina a pagar tarifas, desde los servicios a los combustibles y el transporte.

La segunda consecuencia, también derivada de la primera, son los cambios que comienzan a producirse en la estructura productiva. Para las empresas la caída de salarios significa menos demanda para sus productos, en tanto que las mayores tarifas y el dólar más caro significan mayores costos y, en consecuencia, pérdida de competitividad, a lo que se agregan también las tasas de interés siderales. 

Finalmente, el aumento del dólar carece de los beneficios que se prometen, pues sólo provoca efecto riqueza para los exportadores, no aumenta las cantidades exportadas y funciona como un mecanismo eficiente para la poda de salarios. Es un tópico que el gran logro del macrismo fue bajar a la mitad los salarios en dólares. Sin embargo el balance general para las empresas no parece especialmente positivo: efectivamente les bajó el costo salarial, pero les aumentaron todos lo demás, las tarifas y todos los insumos, incluidos los costos financieros. Es decir, les cuesta más caro producir en un contexto de caída de ventas. Si muchos empresarios se entusiasmaron con la promesa inicial de salarios bajos, quizás hoy observen con otros ojos toda la ecuación y saquen mejor las cuentas.

A este marco general, que es el producto del modelo elegido por Cambiemos, se le sumó la debacle de la deuda y la concomitante cuestión del Estado. La deuda que financió el rojo de la cuenta corriente durante los primeros dos años se volvió imposible en el tercero, los mercados de crédito se cerraron y se recayó en el FMI. El resultado fue el avance hacia la reducción de las funciones del Estado con la excusa del déficit, lo que significó agravar el escenario contractivo.

La síntesis provisoria es que la lucha de clases tiene ganadores claros, que el país volvió al lugar en “el mundo” deseado por el orden que conduce Estados Unidos y que, en consecuencia, su estructura productiva comenzó a transformarse en detrimento de la industria. Ello significa también que el Estado abandona funciones que antes se consideraban esenciales, como ciencia y técnica, salud y educación y hasta infraestructura básica. Finalmente, el peso incrementado de la deuda consolida el nuevo orden restringiendo al mínimo los grados de libertad de la política económica, hoy a cargo del FMI