¿Quién es, verdaderamente, Gustavo Fernández? ¿Qué es lo que hay detrás de ese joven impulsivo, vehemente al extremo de rozar lo temerario dentro de una cancha de tenis? ¿Qué piensa? ¿Qué sistema de creencias y convicciones sostiene a este joven cordobés que eligió ganarse la vida en el ejercicio de su pasión y después de haber enfrentado, padecido y casi siempre superado incontables adversidades? Un viaje al interior de su personalidad, a través de su voz y de la mirada de quienes mejor lo conocen, sirve para descubrir sus motivaciones, sus deseos y sus temores. Los más profundos y los superficiales. La estructura mental y emocional que lo construyó y sigue construyéndolo como hombre y como deportista.

Si a cada persona la moldean sus experiencias, sus reacciones ante ella y la manera en que influye su círculo más íntimo, habría que decir que a Gustavo lo marcó, de una manera despiadada, el infarto medular que lo afectó al año y medio de vida. Pero si se revisa todo lo que pasó después, por lo menos hay que poner en tela de juicio que haya sido tan así. Lejos de limitarlo o deprimirlo, la temprana alteración de su condición física le dio paso al fuerte temperamento que lo proyectaría de la manera en que lo hizo.

Sin embargo, él no lo considera valentía, ni le parece un rasgo que lo diferencie de los demás. Justamente en eso radica su visión de la vida y de sí mismo: es alguien más, que convive con la discapacidad y que siente que no tiene por qué ponerle techo a ninguna de sus ilusiones. Gustavo ha proyectado sus sueños desde chico y sigue haciéndolo. Si hoy es quien es dentro del tenis adaptado mundial se debe, precisamente, a que no les ha puesto restricciones a sus proyectos, excepto las lógicas dentro de sus posibilidades físicas. Fue su entorno familiar, en especial durante la niñez de Gusti, el que tuvo el hábito de advertirle los riesgos de ese arrojo a veces desmesurado. O de esa terquedad que le impide, incluso, disfrutar del juego en sí: la “derrota”, aunque sea en el contexto de un simple pasatiempo, es algo que frustra. Desde siempre.

“Ni a un partido de ‘Burako’ quiere perder. Quizá ése sea su mayor defecto. Pierde a un juego cualquiera y se arma lío... Y la novia es igual, así que después terminan peleándose entre ellos”, cuenta Nancy Fiandrino, la mamá, experta en lidiar con el apasionamiento de su hijo menor. Lo vivido por Gusti ha sido una suerte de “educación” para toda la familia Fernández, un aprendizaje diario sobre cómo superarse ante cualquier contingencia; un llamado de atención constante a estimularlo y, también por los coletazos de sus impulsos emocionales, a guiarlo y a advertirle.

“Lo de Gusti nos marcó a todos –dice Soledad, una de las tías–. Cada uno aplicó eso a su vida de la manera en que pudo. Hoy nosotros vemos la discapacidad con una naturalidad que se la debemos a él. Creo, también, que cada uno puede predicar eso alrededor. Por ejemplo, yo hoy tengo una escuela de modas y trabajo con adolescentes de doce a quince años; y no es que trabaje con chicas flacas y divinas, porque en Río Tercero la necesidad es otra: que ganen seguridad, confianza, que levanten la autoestima. Yo trabajo con una nena gordita y tímida a la que le hacen bullying en la escuela, o con la súper alta que tiene más posibilidades de modelar. Y entonces intento equilibrar, hacer que la que está abajo suba un poco y la que está arriba baje los humos.”

Soledad cuenta que aplicó tamaña experiencia, una vez, en un proyecto original que le dio una gran satisfacción: un proyecto en el cual participaron doce chicos con capacidades diferentes, que se desempeñaron como modelos de doce casas de ropa. Fue un gran éxito y causó un fuerte impacto en Río Tercero: las fotos gigantes estuvieron en las vidrieras de los comercios durante todo un verano. El motor y la “estrella” fue Gustavo Fernández... “Me animé a encarar un proyecto así –relata Sole– porque tenía aceitado el tema. Es difícil afrontarlo y que los padres confiaran en que no era un evento para lucrar sino para concientizar y generar un efecto contagio. Buscamos a siete buenos fotógrafos de la ciudad; se hizo una pasada de moda, y en el final apareció Gusti. Al evento se lo denominó ‘Doce Alas’. Había chicos ciegos, otros sordos, o con síndrome de Down, o con espina bífida... Claro, el único problema es que se hizo en el interior del interior del país... Al año de ese evento, en Nueva York desfiló una chica con síndrome de Down y hubo un barullo impresionante.”

Para Gustavo Fernández padre, el primer mentor y la gran inspiración de Gusti en el plano deportivo, esta suerte de herramienta viviente de concientización que representa su hijo es motivo de orgullo, de admiración y de sorpresa permanente. Se transmite a todos, y especialmente a Juan, el hermano mayor y hoy basquetbolista de elite, que desde un comienzo se acomodó en un lugar desde el cual ayudar a los suyos. Dice el Lobo mayor: “A mí y a mi esposa nos genera un orgullo enorme. No sólo por Gusti, por cómo peleó; también por Juan, por cómo se adaptó y acompañó. Lo que genera en los demás no nos sorprende porque lo genera en nosotros: yo veo en él a un abanderado del positivismo. Cualquiera en su lugar diría: ‘Uh, otra vez me pasa esto, una escara, una infección urinaria...’. Cualquiera se cansaría, pero nunca le vi eso. Solamente una vez, que dijo que estaba un poco cansado por la fiebre”.

Gabriela Capurro, aquella generosa y cálida mujer que tomó el papel de madre postiza en los tiempos en que un adolescente Gustavo debía viajar desde su casa cordobesa a Buenos Aires para entrenarse y que lo hospedó en su hogar, fue una observadora cercana de esa personalidad a veces inflexible. De esas salidas por diversión en las que le fastidiaba la mirada condescendiente de los extraños que se le acercaban ocasionalmente. “Cuando sale a bailar –comenta Gabriela– le molesta que la gente se le acerque demasiado y con una mirada compasiva. Con ese comentario como diciendo: ‘Qué lástima lo que te pasó...’. Creen que está pasándola mal por su condición. Hoy en día hay quienes todavía lo siguen tratando de esa manera, con demasiado cuidado, y eso le da bronca. Es cierto que muchos no lo hacen con mala intención. Él sufre las debilidades y los bajones de cualquier otro. Es un tipo, por lo general, muy optimista, y tiene una proyección y una apertura mental bárbaras. También flaquezas, por supuesto, como cuando se pregunta cuánto va a aguantar ese físico, ese hombro. Porque a veces no cuida su cuerpo tanto como debería. Yo lo sé porque he visto las escaras y te aseguro que es algo que te pega en el alma. Pero Gusti es un tipo con una altísima tolerancia al dolor.”