Hace unos años, al escribir un cuento por encargo para una serie de relatos sobre “el tercer centenario”, le agarré el gusto al cuento de ciencia ficción breve, apretado, cargado de información: lo ambienté en Rosario, cuyo perfil costero ha cambiado en el cuento porque el mar ha invadido el Paraná. 

Hace un par de años, en un momento especial de mi vida, escribí otro, que ocurría en Montevideo. Incluí especificaciones de la ciudad: la avenida 18 de Julio, la plaza Independencia, el barrio de Malvín, más disimuladamente Eduardo Darnauchans. Hizo que lo contara la voz de una hija: violo el supuesto acuerdo sobre “spoilers”, porque el disimulo o la demora de la persona de género no estaba en mis planes, y solo ocurrió por cómo es el lenguaje hasta ahora. Como tengo una hija, Laura, el padre difunto pero no del todo tiene mucho de mí: es cabezón, tozudo, se arriesga por estupideces.

Me divirtió la idea de una guerra que dejaba menos de 8.000 sobrevivientes en Montevideo. También jugar con lo macabro y darle un volantazo hacia arriba en el cierre. Más de un lector inicial dijo que le parecía una idea excelente para una novela. “Esperá sentado, cretino”, pensé. “Lo que está es lo que hay”, agregué, una frase que odio pero que aquí me parecía funcional.