El grado de movilización del pueblo argentino supera al promedio regional. La larguísima trayectoria de luchas populares imprimió sus huellas en la memoria colectiva. Ese activismo social obstaculiza la consolidación de proyectos excluyentes por vías “consensuales”. En agosto de 2016, el Grupo de Curas en la Opción por los Pobres elaboró una carta pública donde afirmaba que “este modelo no cierra sin represión”. Seis meses atrás, el Ministerio de Seguridad había publicado un “Protocolo de Actuación de las Fuerzas de Seguridad del Estado ante Manifestaciones Públicas” que habilitaba medidas represivas.

La aplicación del Protocolo fue casi nula en el primer año de gobierno. A fines de 2016, Macri “intimó” al Jefe de Gobierno de CABA, Horacio Rodríguez Larreta, a tener “un comportamiento distinto y terminar con los piquetes”. Al mismo tiempo, una página web oficial (Gestión Mauricio Macri presidente-Pro) informaba de la adquisición de un blindado antipiquetes Maverick de origen sudafricano. 

En abril de 2017, el Protocolo fue aplicado por Gendarmería para desalojar la Panamericana. En junio, la Policía de la CABA reprimió a integrantes de una veintena de organizaciones sociales reunidas frente al Ministerio de Desarrollo Social. En julio, la Policía Bonaerense (junto a  Gendarmería) desalojó con palos y gases la planta de Pepsico de Vicente López ocupada por 600 trabajadores despedidos. En agosto desaparece Santiago Maldonado, en noviembre asesinan a Rafael Nahuel y en diciembre una multitud es reprimida cuando se debatía la reforma previsional.  

El gobierno continuó apostando a esa línea en 2018. Eso se reflejó, por ejemplo, en el dictado de una normativa para el uso de armas por parte de las fuerzas federales. El Reglamento contradice normas nacionales e internacionales (Ley de Seguridad Interior, Código de Conducta de la ONU) que restringen el uso de la fuerza letal para casos excepcionales. La mayoría de los especialistas denunció que ese nuevo marco legal avala el “gatillo fácil”.

La apuesta a la mano dura no es un extravío de la ministra de Seguridad. La bolsonarización del discurso oficial conecta con los deseos de un importante sector poblacional. Las tendencias discriminatorias, que alimentan los reclamos represivos contra “vagos, negritos e inmigrantes”, no irrumpieron de un día para otro en la sociedad argentina.

En 2011, la Universidad de San Martín realizó una encuesta sobre creencias, valores y prácticas en relación a percepciones de diferencias de clase, género, étnicas y raciales. Los resultados fueron preocupantes: alrededor de un tercio de los encuestados era misógino, homofóbico, racista, clasista y xenófobo, a pesar de que en ese momento circularan mensajes diferentes desde las esferas oficiales (“La Patria es el Otro”, “Los hermanos de la Patria Grande”).

En el artículo “Vuelco a la derecha, ¿hasta dónde?”, publicado en El Diplo, edición especial noviembre-diciembre 2018, el antropólogo Alejandro Grimson explica que “si en la mayoría de los casos los encuestados responden de modo no discriminatorio, puede plantearse un cierto alivio. Pero esa sensación puede ser equivocada. En la sociedad existe la noción de lo que es políticamente correcto. Los sentidos comunes de la discriminación se explicitan o no según los contextos. Que más de un tercio no quiera que sus hijos se casen con inmigrantes limítrofes, o más de un cuarto explicite que en situaciones de escasez de empleo los hombres si deben tener prioridad frente a las mujeres, debe considerarse un piso”.  

La experiencia mundial indica que apelar al “manodurismo” es un juego muy peligroso 

[email protected] 

@diegorubinzal