Cuando escribí “Viajes con Atilio” gran parte de mi generación estaba escribiendo en primera persona. Fue en los años en donde lo críticos empezaban a hablar de escritura del yo, como marca y decadencia de época. Incluso escritores que admiraba hablaban pestes de la escritura autobiográfica, aunque en su pasado el género haya formado parte de su obra y en el presente modularan su yo desde distintas redes sociales. De la denominada escritura del yo, si es que algo semejante existiese, me quería escapar igual que de una ropa de moda que te ridiculiza frente al espejo. En ese entonces aún creía que uno podía decidir sobre aquello que iba a escribir. Y, como quien piensa que puede hacer desaparecer a un fantasma con solo cerrar los ojos, intentaba con relatos de zombies, de vampiros o de personajes con contornos realistas, ajenos al mundo que pisaba y me transformaba y me constituía.

Mi vocación de resistencia era total. En uno de los ángulos de la pantalla de la computadora, en un papel rosa, había copiado una frase de Walter Benjamin que leía antes de empezar a escribir. Decía: “Habría que acostumbrar a los escritores a considerar la palabra yo como su reserva de víveres. Así como los soldados no pueden tocar la suya antes de que pasen 30 días, tampoco los escritores deberían desenterrar el yo antes de tener cumplida la treintena. Cuanto más temprano recurren a él, peor entienden su oficio”.

Durante años le esquivé a la posibilidad de escribir sobre mi  hermano mayor, sobre nuestro vínculo empañado por drogas y alcohol. Sin embargo, una noche, tras leer un libro de Steinbeck –periférico en su obra pero central en este relato– me dispuse a hacerlo. Cuando empecé esta historia me propuse no narrarla con la voz de una lágrima que relata su caída. Menos como la biografía de un sobreviviente: nada de eso. Como un gesto de gratitud, pienso, no hay que pedirle tanto a la literatura. Entonces, ¿por qué cuento esta historia?, ¿por qué no puedo no contarla? Como leí hace unos días en uno de los diarios que llevo desde la adolescencia, en una frase que no recuerdo si es propia o ajena, “escribirla se me volvió inevitable: un modo de trascender el estupor y el sin sentido que te queda en el alma cuando experimentas algo cercano.”