Más que la historia de dos amigos, o un cuento paranormal, esta es la historia de una casa. Está basada en una casa real: la de una vecina de mi abuela, en San Francisco, que se llamaba “Doña Gina”, y que había emigrado de Italia desde pequeña. Mi abuela y ella eran amigas: solían trasladarse una a la casa de la otra, para tomar mates y comer facturas, a una velocidad enervante, ya que ambas estaban sensiblemente excedidas de peso. Una de las últimas veces que fui a visitarla, antes de que muriera, me enteré de que mi abuela estaba en la casa de Doña Gina. Me dijeron que entre sin golpear, porque estaban sordas como una tapia, y eso hice. Era una casa de techos altos, construida (probablemente) en los años 30, con una pesada puerta que daba a la calle, una galería embaldosada que daba a los cuartos, un patio con aljibe detrás. Entré en la penumbra de la casa, mientras las llamaba en voz alta, y las encontré en la cocina, prácticamente a oscuras, comiendo facturas de hojaldre, cubiertas de migas. Recuerdo que pensé en ese momento que si fueran testigos de un acontecimiento sobrenatural, se los tomarían con una naturalidad apabullante, sería para ellas tan real como esa cocina o esas migas sobre los vestidos. También, después, buscando el baño, me perdí en esa casa. Tenía tantos ambientes distintos, tantos rincones insospechados, que bien podría ser que cambiara a mi alrededor mientras yo caminaba. Cerca del baño había una ventana de madera como la que se describe en el cuento: la abrí y vi a Doña Gina y a mi abuela, cubiertas de migas, mirándome sonrientes. Esa fue la punta del iceberg para que años después escribiera este cuento.