En el año de 1811, en Potosí, el Ejército del Alto Perú, sombra del que saliera alguna vez de Buenos Aires, está acorralado por las huestes españolas. Su jefe, Pueyrredón, decide la retirada, no sin recordar el tesoro de la Casa de Moneda de Potosí –800.000 pesos, cada peso con 27 gramos de plata– y lo rescata a lomo de 400 mulas, en un mes de travesía azarosa.

A fines de la década del 80, en Buenos Aires, Clorindo Testa –arquitecto y artista plástico, nacido en Benevento, Nápoles, Italia, en 1923, habitante de la Argentina desde 1924– planta aquel final en un cuadro y lo apuntala con el recuerdo de otro final que no sucedió pero sucede: en 1813, Belgrano, jefe del II Ejército del Alto Perú, abandona Potosí y ordena volar la Casa de Moneda; la orden no se cumple, pero Testa, ahora, la imagina, cumplida. El resultado es una sorda explosión de color, entre figurativa y abstracta, donde la luz del fuego se atenúa en las sombras y el dramatismo no viene de lo heroico sino de lo irracional, de la fuerza del puro gesto.

Testa cierra así, en lo histórico –ese relato que no elude, a contrapelo de quienes postulan que la pintura no debe apelar a muletas extrapictóricas– un círculo que vuelve a abrirse como interrogante en el umbral de la discutida celebración, por parte de los españoles, de los quinientos años del Descubrimiento de América: ¿tanta sangre, tanta pasión que continúa, por unas monedas de plata, que el tiempo degradó a oscura leyenda? En esa operación de la duda, Testa cierra otro círculo más íntimo: el informalismo que impone a esos últimos trabajos la pesadilla de lo evocado se toca con trabajos que están en esta muestra y vigilan desde la otra punta de la sala, sueños también incompletos pero tramados en negros que se comen la tela sin otro respiro que algún gris. La época en que Testa se movía declaradamente en el informalismo –hace unas tres décadas– acota su discurso actual.

Entre estas dos puntas –el informalismo de antes y un neoexpresionismo que remite al informalismo de ahora, pasando por su permanente conceptualismo– se mueve la exposición que transcurre en Ruth Benzacar sin pretensión de retrospectiva, ni de antología caprichosa. Se trata, más bien, de un corte –a la manera de los arquitectos y de los geólogos– de una larga obra rica en matices y en audacias, en el que el artista plantea, o busca y encuentra, la coherencia de sus obsesiones centrales, acomodando piezas que determinan una lectura precisa.

En el plano –contra la pared, desde el acrílico, el dibujo, el aerógrafo, las técnicas del plegado– arrecian mitos propios como La Peste en Ceppaloni, que Testa urdió en 1978 a partir del recuerdo de una epidemia que diezmó alguna vez la región de sus antepasados italianos; junto a los dos trabajos que rescata aquella muestra, aparecen, no por casualidad, dos autorretratos posteriores a La Peste; densos, sin ironía ni jueguitos visuales. Los recursos plásticos se despliegan claramente en El Cerro desde el convento y El Cerro de Potosí, de 1991. El Cerro de Potosí reitera –o adelanta– esa condición visceral que domina toda la muestra; en corte, el cerro revela el laberinto de las galerías donde los indios de América extraían la plata para los españoles y vivían, sin volver a ver la luz, su paso breve por el infierno.

En eso debe estar pensando el obispo, que mira el cerro desde el convento. O es otro cerro, otro convento. Testa mezcla la geografía para unificar la historia. En largos dos años de trabajo, monseñor Baltasar Jaime Compañón, obispo de la ciudad peruana de Trujillo, envió a la Corona el minucioso inventario –geografía, flora, fauna, costumbres, monumentos– de la región que le tocaba dirigir espiritualmente. Espiritualmente, desdeñó consignar la muerte en vida que se imponía a los trabajadores del Cerro de Gualcayor, rico en metal de plata.

En 1989, en el ICI, Testa presentó las láminas faltantes de ese catálogo del disimulo. También puso–en el espacio– al obispo ya muerto, ya de viaje sobre una tabla que rodeaban seis monjas; desde un costado, desde una especie de confesionario hecho con una cajón de embalaje, el obispo miraba su muerte. Ahora quedan el obispo vivo contra el obispo muerto; el material de los cuerpos –un papel tirando a plata oscura, que bien podría oler a pesado incienso– instala y desacomoda el rito al mismo tiempo.

Del mismo modo secreto desmienten toda eternidad los armazones de barro y varillitas de madera que levantan un gliptodonte vernáculo, que será encontrado en el año 2001 en algún lugar de estas pampas, o desarma la leyenda esa canoa elemental –también de barro y maderitas– varada contra una pobra costa donde se lee la huella de pies desnudos, enfrentando la zanahoria de un espejito que le prometió a Alejo García –hombre de Solís, que tocó estas tierras en 1519– la gloria de El Dorado y lo enfrentó, como a muchos de los conquistadores, con los indios, con la muerte.

Q Texto publicado originalmente en el Suplemento Primer Plano de este diario, en 1991, y recogido en el libro El ojo en la palabra, de Briante. La exposición Esta es mi casa, de Clorindo Testa, con curaduría de María José Herrera y Mariana Marchesi, sigue hasta el 17 de febrero en el MNBA (Av. del Libertador 1473) con entrada gratuita. De martes a viernes de 11 a 20; sábados y domingos de 10 a 20. Lunes, cerrado.