Son las 10 de la mañana del último jueves de enero. Mariana Telleria sale a la vereda. Lleva el cabello recogido sin pretensiones y un kimono floreado. Al entrar a su taller provisorio de calle Mitre al 2400, nos presenta a sus colaboradores: Ignacio D'Amore y Manuel Brandazza, quienes trabajan con telas mientras escuchan Queen al palo. El envío argentino a la Bienal de Venecia sale "ahora" el 20 de febrero. Son cuatro cajas grandes que contienen, desarmados, siete "monstruos" para armar allá. "Allá" es el edificio del Arsenal, el pabellón argentino, una sala de casi 50 metros de largo por 10 u 11 de ancho y unos 5 y medio de alto. Ella viaja el 22 de marzo. Algo parece haberse trabado en el envío y requerirá montones de llamadas para destrabarlo, pero la artista que pintó de negro el Museo Castagnino no demuestra ansiedad, salvo por algún ocasional cigarrillo que se fumará a lo largo de la hora de charla que queda grabada. Es la tercera vez casi consecutiva que un o una artista nacida o formada en Rosario representa a Argentina en la prestigiosa Bienal. Nacida en Rufino hace 39 años, Telleria se suma así a una serie que incluye a su amigo Adrián Villar Rojas y a Nicola Costantino. Título de la obra: "El nombre de un país". Así se llamó su primera muestra, hace 10 años, en la galería porteña Alberto Sendrós.

"Soy una fanática del espacio. De manera

intuitiva, a mí el espacio me dice el 80

por ciento de lo que tengo que hacer".

Un vistazo a su página www.ruthbenzacar.com/artistas/mariana-telleria revela una serie de títulos que aluden al misticismo cristiano. Pero cuando se la invita a que hable de su obra, Mariana Telleria lanza un hondo suspiro. Además de la prohibición, emitida por Cancillería, de difundir imágenes sobre lo que se verá en Venecia, su proceso creativo desafía el discurso. "Siempre opero de una manera muy intuitiva, sin revelar los misterios o las preguntas que pueden surgir. Me encantan las preguntas, no intento buscarles respuesta, hay una frecuencia donde prefiero quedarme y ser un coso que hace. Pensar me sucede, hacer me sucede, vivir me sucede. No me hago preguntas acerca de por qué estoy haciendo esto", reflexiona.

-¿Por qué son recurrentes las referencias religiosas en tus obras?

-No sé nada acerca de Dios o de Jesús. La forma de cruz (de su instalación de pared titulada "Estás en todos lados", fechada en 2010) apareció como una posibilidad de modificar un objeto. No viene por el lado del misticismo, viene por el lado de una operación. Yo no soy creyente. Igualmente la idea de Dios me parece una de las ideas más increíbles que existen para la humanidad. Desde el lado del arte, como persona que hace cosas, siento incluso envidia por esa idea. Siento incluso cómo el espectador o la gente cae rendida justamente a ese no saber. Porque no pueden explicar la existencia de Dios. Pero la aceptan. Porque para creer, no hay que entender, hay que querer, nada más. Y me encantaría que la gente se dejara caer en el arte de esa misma manera. Dejarse caer ante esa nueva forma, ¡y disfrutarla!

-No tomar ese objeto de arte como un signo a descifrar…

-Tomar ese signo como algo indecidible, como que no lo voy a meter adentro de un cajón de significados. Vivir la experiencia estética como una respuesta sensorial, que no la puedas nombrar.

-Eso puramente sensorial, semánticamente indecidible, más acá del orden simbólico, es lo que los psicoanalistas llaman "lo real".

-Sí. Y cuando transformo un objeto es porque a mí me gusta ese objeto como forma, a la que puedo ir y cambiarle el devenir. Obviamente no soy una ingenua, sé que son objetos sumamente potentes. No es lo mismo agarrar un crucifijo que una manzana para hablar de la forma.

-¿No temés que alguien lo interprete como una provocación?

-¡Como pasó con el Museo! Para mí era un hecho, fáctico, cambiar el color de un edificio.

-Vos querías producir una experiencia sensorial y eso fue leído como un símbolo.

-Yo trabajo en un repositorio de sentidos desacralizados. Para mí es lo mismo un automóvil o un museo que es un patrimonio histórico; yo lo voy a pensar como una misma cosa, como forma. Como algo posible de ser maleable. Suena soberbio pero no es esa mi intención. Es eso lo que me pasa cuando veo un objeto y me dan ganas de cambiarlo.

-Al estar inmersa en una experiencia estética del mundo, tu actitud esteticista ante el problema del conocimiento equivale a lo que los filósofos escépticos llamaban la epojé, la suspensión de juicio.

-Yo hablo de eso, suspender las objeciones, suspender la reflexión.

-Es una actitud ética frente al problema del conocimiento. ¡Y en tu caso proviene de la estética! En vos la estética, el hacer, esa decisión de estar inmersa constantemente en un quehacer estético…

-Todo el tiempo. Es una condena. Entrás en una frecuencia extraña… El tiempo transcurre de una manera diferente. ¡No me hago la poeta!

-La pregunta no es qué significa la repetición, sino ¿qué produce?

-No significa nada. Me gusta respetar el secreto de las cosas.

-Es que la zona donde estás trabajando incluye todo aquello a lo que renunciamos cuando ingresamos al orden simbólico. Sería bueno entrar y salir, que la palabra deje de ser una cárcel y pase a ser una casa. Como las palabras de un poema. La poesía juega con los significados.

-Eso es lo que me encanta de la poesía. Tiene las estructuras, los espacios, las combinaciones de palabras, todas esas cosas que no se entienden… No recuerdo las palabras de las poesías. Recuerdo las sensaciones. Me queda eso. Aprendí un montón de la poesía para aplicarlo en el espacio. Para mí es pura forma la poesía. Lo que hace (Alejandra) Pizarnik con sus espacios, con sus palabras, todos estos rebusques del lenguaje, cómo ella misma admite que el lenguaje no le alcanza… Todo eso me parece de una belleza atroz.

"Para mí el surrealismo, por más

desgastado que esté en el tiempo,

es muy importante", remarca. 

-¿Podés decir que tu obra es poesía en el espacio?

-Soy una fanática del espacio. Y de la composición dentro del espacio. De manera intuitiva, a mí el espacio me dice el 80% de lo que tengo que hacer. Y la composición para mí es parte sustancial de un trabajo, y más cuando estamos hablando de una instalación. Que es justamente eso, articular objetos en un espacio. A mí me resulta tan importante dónde pongo la obra como la distancia que ese objeto tiene de otro. Ahí está el silencio, ahí está el vacío. Ahí están los renglones entre un verso y otro. El cero. Estoy muy contenta de lo poco que necesito de mí al hacer. Soy esa persona que carga un mensaje que desconoce.

-¿Se puede saber algo de lo que estás preparando para Venecia?

-Son monstruos. Yo les digo monstruos. Son siete monstruos. Son siete esculturas grandes que de alguna manera para mí condensan mi mundo operacional, mi mundo de intereses. Todo lo que construí hasta ahora básicamente está ahí. Siempre vuelvo sobre mi trabajo. Y creo que todo lo que hago es una reescritura de mi propio trabajo y me encanta cuando el pasado de alguna manera se vuelve impredecible. Nada. Son siete esculturas grandes, van a ir ubicadas linealmente en el espacio, puedo decirlo, puedo decir que el 60% prácticamente de la instalación está constituido con telas. Hay autopartes, muebles, muchas cosas que… si ven un poco lo que hice, ¡hasta el color negro es importante!

-Decís "muebles" y me acuerdo de tu hermosa muestra en el museo del diario La Capital, La mujer serruchada (2011). Era tan surrealista…

-Para mí el surrealismo, por más desgastado que esté en el tiempo, es muy importante. Siempre me gusta decir que mi hacer es una mezcla exacta entre la lógica más blanda del surrealismo y la tradición más dura del conceptualismo.