Cuando un varón heterosexual se ve interpelado en la calle por la audacia de un gay, suele sentir que su dignidad masculina ha sido pasada por alto, como un huevo estrellado en el suelo. Como si escuchara la voz de un Macri polimorfo que afirma suelto de cuerpo “a qué tipo no le gusta que le digan que tiene buen culo”, el varón se indignará por la cosificación: “Vamos, que soy algo más que un cuerpo ‘para el crimen’”. Reaccionan a menudo a las piñas bajo el dominio de la paranoia; la fuerza física actuará como garantía contra la inversión de la caza. ¿Y vos por qué me mirás, si soy yo el que maneja los radares en la cuadra? Pensaron seguramente los atacantes del rugbier Jonathan Castellari en el Mc Donalds de Almagro. O los del cordobés Pablo Dell’Osso, que hace unos días relataba en los medios (copio) “que estaba con amigos pasándola bien cuando cruzo a una ronda de chicos que estaban haciendo comentarios. Uno me dice ‘guarda que este enano te va a querer coger’ y yo, en chiste, le dije que lo haga. Hago unos pasos y uno me dice ‘puto de mierda’. Le pregunté cuál era su problema y me responde con una trompada”. Pero entonces, digo yo, la remanida igualdad de oportunidades, tan invocada en la democracia liberal, ¿no contempla la lascivia como derecho universal? A cada uno según el mérito de su lance.     

Porque si la portación de buena anatomía de las mujeres los hace sentirse a los machos autorizados a avanzar sobre cuerpos y núcleos de deseo -desde el obsequio invasivo hasta, en su versión extrema, la formación de manadas- en esta primera mitad del siglo XXI ha entrado de lleno en juego un actor urbano que estuvo siempre pero que exige ahora igualdad para desafiar al establishment masculino: la marica que devuelve la risa que le hundieron en la espalda con un giro de posición y guiño de ojo: “dale, cogeme”; la marica que antes de la última copa le dice al compañero de oficina “qué bueno estaría mamarte la verga”; la marica que hace del bulto de los chongos un destino turístico para sus ojos, de la misma manera que ellos clavan la vista en las tetas o en los culos de mujeres, con el desparpajo de quien se cree el dueño de la hacienda. 

El varón franeleado por la baba imaginaria de la loca, el murmullo al oído cuando está solo y de paso (“qué fuerte que estás, papu”), la caricia en la mano cuando se intercambian billetes en el comercio de la esquina, el silbido que lo ruboriza cuando de vereda a vereda se enfrenta a un grupete de maricuelas a la salida del boliche; el plomero al que, agachado, se le ve la mitad de la raja y adivina el lance del cliente. En fin, quitando la violencia física del medio, acá vamos a preguntar(nos) en qué medida se sensibilizan hoy los heterosexuales a la osadía de los que recién llegamos a la seducción y lisonjas callejeras, ya sin el peligro de ir a dar de culo al calabozo por contraventores; nosotras las que hasta no hace mucho apenas si nos animábamos a mirar por el rabillo del ojo o a pedir disculpas por el error de cálculo. Gays, locas, putos o maricas, como cada una prefiera definirse, somos para el hétero la inquietante diferencia. Desplegadas como mariposas besuconas bajo sol o luna, ellos nos sentirán descender sobre sus lomos. Asustados por si se les homosexualiza la vida, como decía Lemebel, temerán acaso que los ojos del mundo crean que se han pasado “al otro bando”.

 

Soy tan lindo que me da vergüenza

Pero, más allá de las reacciones destempladas, lo cierto es que en una sociedad de narcisos en la que no ser mirado es sinónimo de fracaso estético, el piropo de un gay será preferible a no despertar ni el saludo del portero. El musculoso de la oficina cancherea con los menos dotados y dice no saber por qué los putos le tiran justo a él los galgos callejeros o le pasan revista a la entrepierna. Sobrevienen entonces las bromas, y el narrador las toma como confirmación de que él es tan singular e irresistible como Atila y que por donde pasa todo queda en llamas. Un poco de pudor ante esa certeza queda piola, y lo disculpará en esa cofradía masculina. De paso, se genera alrededor un debate sobre los tiempos que corren. Si es lógico comportarse como un caballero cuando “los gays son tan desubicados”. Por ejemplo –narra un testimoniante– en la esquina de mi casa fui a comprar un desodorante, y el  vendedor me avanzó como de manera extrema. Yo le di el desodorante para que lo pase por la registradora y me acarició toda la mano, cuando el desodorante es largo como para que lo agarre sin tocarme así. Es que los gays son muy invasivos a la hora de buscar atraer a otro hombre heterosexual. Tengo una mente abierta, de todos modos, a pesar de ser de una ciudad chica”: el discurso de Joaquín se llena de significantes equívocos, ya sabemos el mito que rodea al uso alternativo del tubo de desodorante, ¡y en este caso bien largo! (A mí me calentó el cuento). 

El verbo invadir se repite en muchos de los testimonios que vengo escuchando. Casi ninguno de mis informantes, como llaman los sociólogos a quienes pueblan sus trabajos de campo, me comentó que hubiera reaccionado, hoy por hoy, mediante la violencia explícita. Tampoco el bonito madrileño Adrián, que desde que llegó a radicarse en Santiago de Chile forma parte de un grupo de amigos gays, donde es invitado a reuniones junto con su compañera: “Por primera vez aprendí en una fiesta casera lo que siente una mujer cuando se la toma como a un animalito del que se puede estar opinando cualquier cosa, sin tomar en cuenta su sensibilidad, sin respetar su deseo. De pronto me vi en una ronda rodeado de chicos que no conocía y conversaban sobre mi aspecto, y uno se animó a decir que, si yo resultaba homosexual, seguramente sería pasivo. Que María estuviera a mi lado parecía importarles poco y nada. Me sentí muy incómodo, aunque no tuve una reacción agresiva, sino que me retraje. Me sentí ultrajado en la intimidad. Nadie me preguntaba nada, yo era una figura decorativa. Cuando salimos, le dije a María que lo que me había ocurrido esa noche había sido toda una pedagogía sobre la mujer acosada”. La cuestión, entonces, fue verse en ridículo al haber sido incorporado a la experiencia femenina; lisonjeado a la vez que objetualizado, feminizado, porque el propio discurso se torna secundario y toda verdad se rebate por la sospecha de que “a este seguro le gusta”. ¿Se bancan los varones porteños, ciertos santiaguinos de Chile, o por caso un madrileño recién radicado en la región, la inversión de la caza, tantos de ellos que aspiran ahora al cosmopolitismo de las costumbres, al buen calzado de las formas?

Fastidio, sorpresa, halago

Una encuesta anónima, con preguntas en una planilla, abre el grifo de la reflexión y adormece la ideología machista como algo que se sabe “que está mal”. Cuando respondo, ¿digo lo cierto?, ¿mejoro la performance de mis pensamientos y conductas habituales? En fin, a través de dos contactos, varios chongos de una oficina santiaguina y de otra porteña –mayoría clase media– se avinieron a responder. 1)¿Qué siente ante la mirada deseante de un gay? a) halago b) fastidio c) indignación. 2) ¿Y si se trata de un piropo y/o del intento de iniciar una conversación? 3) ¿Se siente agredido o confundido ante este tipo de interacción? ¿Puede compartir algún testimonio que haya vivido en primera persona? 4) ¿Existen factores que puedan condicionar su reacción, por ejemplo la edad, la clase social, si es inmigrante? 5) A su juicio, ¿considera que la sociedad es ahora más abierta con los homosexuales? 

La preguntas develaron que no existen hoy mayores diferencias entre las dos grandes metrópolis, Santiago de Chile y Buenos Aires, más allá de la fama de conservadora que se ganó históricamente la capital chilena. Es decir, las locas están incorporadas a la deriva mediática, urbana e institucional, y los neopentecostales aún no fagocitaron mayoritariamente las subjetividades precarizadas. Casi nadie quiere quedar como troglodita preliberación sexual, aunque los varones se ponen quisquillosos ante la iniciativa del levante gay. No por ser puto, dicen, se debe dejar la sutileza de lado (hasta podría llegar a parecer agradable y simpático el flirteo); la loca debiera tener reparos en no incomodar a su presa (así es la inversión de la caza; el chongo se pone sensible si el avance es “sucio” y “ofensivo”) y aceptarlo de inmediato si la respuesta es de fastidio. Hay quien a todo respondió: fastidio, fastidio, fastidio, como para dejar en claro ante los fantasmas del contexto viril que los gays indóciles “no me caben”. El resto de los resultados dan cuenta de la sobrevivencia de prejuicios; que la edad del requirente puede condicionar la reacción (supongo que un pendejo zarpado será mucho más proclive a recibir una trompada que una loca añosa; de hecho alguno relata un episodio de ese tipo); que la “buena onda” ablanda el núcleo macho, y que una conversación sin acoso puede llegar a buen puerto, es decir hasta la despedida con un apretón de mano. A uno, argentino, no le gustan los gays chetos, y de un lado y del otro de la cordillera la vida cotidiana pareciera haber cambiado tanto por la visibilidad marica, que todos acreditan que la sociedad se volvió mucho más tolerante, aunque reconocen la subsistencia de “focos de discriminación violenta”. 

Los muchachos biempensantes del capitalismo tardío han incorporado como parte de un manual civil el concepto de diversidad, pero mucho menos el de diferencia. Diferencia, digo, donde se juegan también otras cuestiones. La identidad de género golpeada por la precariedad se ve menos como diversa que como extranjera; esas vidas que, sin la insistencia pública y activista por su reconocimiento, apenas si cobran existencia por el trabajo sexual a la vista, ajenas a los paneles de los programas de TV (hablo, claro, de las personas trans no oficializadas). Cuando se trata de lo diferente, el lenguaje amable se encoge. En cambio, la  diversidad tiene buenas molduras dentro de la arquitectura neoliberal, y un lugar asegurado en las góndolas de Bellas Artes, allá en Santiago, y de Palermo Soho, acá en Buenos Aires.

Los porteños heterosexuales clásicos navegan siempre entre dos puertos que justifican toda observación y toda tradición: son los recios narcisos que buscan la confirmación de ser deseables, aún por una loca, quizá sobre todo por una loca (aunque les resulte insoportable), y en el otro extremo exigen no ser malinterpretados, no ser objetualizados como ellos objetualizan con naturalidad a una mujer. Como si el deseo, en este caso, careciera de objeto. Podríamos preguntarnos, siguiendo el hilo de estas reflexiones, si el melancólico pensador Ezequiel Martínez Estrada tuvo razón cuando aseguró que toda la parafernalia maleva rioplatense es apenas el escondite o compenesación de una debilidad consustancial. Si el comportamiento avasallador y a menudo violento no busca disimular que el cactus es, en realidad, de terciopelo.  

Eran otros hombres, más hombres los nuestros

En épocas de censura, el atrevimiento precisaba sobre todo de la astucia. Roberto Jáuregui, hermano de Carlos y tan famoso como él entre los ochenta y noventa, solía entretener las mesas nocturnas de los amigotes con sus anécdotas de mirón urbano. Su estrategia ante el eventual enojo del chongo calcinado era de una eficacia digna de ser imitada. Ante la amenaza de la trompada, detenía el golpe con el ingenio: “perdoná si te molesté, pero es que tu cara me hace acordar demasiado a la de mi hermano que murió hace poco”. Como era performer, la técnica del disimulo le funcionaba pefecto, y el tipo devorado por las ganas  de la loca se disculpaba, sin darse cuenta de que su única culpa era haber actuado como un machirulo de ley ante el avance. A Carlos, en cambio, le alcanzaba con la sorpresa que generaba su voz de trueno que, de vereda a vereda, hacía sonrojar a un chongo mediante su “te como todo, papito”. Vale decir que los célebres hermanos se adelantaron en décadas a las liberalidades que hoy se toman muchos pendejos, con la lengua filosa o con el look, incluso a veces a riesgo de terminar en la guardia del hospital. 

Por aquellos mismos años de los Jáuregui, en la comuna de Conchalí, una barriada periférica de Santiago de Chile, Víctor Hugo Robles, que ya empezaba a ser conocido como El Che de los gays, sintió una de sus nalgas atravesada por una navaja que buscaba ya no solo herir, sino aniquilar la puerta de entrada de los placeres homosexuales: un vecino al que le había echado el ojo varias veces  decidió una tarde darle una lección de vida a ese culo pizpireta que lo interpelaba. No, si la homofobia rabiosa era todavía en los noventa el pan nuestro de cada día. Se puede abundar en el relato de dientes partidos, los ojos en compota, el robo por venganza, incluso el asesinato por una cuestión de honor, bajo la delirante figura del pánico al gay, utilizada hasta hace poco en México para buscar sobreseer a un homicida, cuenta Carlos Monsiváis. El homófobo, encarcelado y bajo juicio, argumentó haber sentido su identidad heterosexual amenazada. Si toda esa barbarie machista se da por descontado, resulta más atrayente tomar nota del ahora publicitado como tolerante, cuando el machismo tiene mala prensa, pero su práctica mucho menos. 

But… Is he an homosexual?

Las crónicas de viajeros, las de antes y las de ahora, se obsesionan en retratar una manera de mirar (¿seductora? ¿curiosa? ¿rival?) de los hombres de Buenos Aires a sus pares mientras caminan a lo canchero en las nudos nerviosos de la ciudad. Si las mujeres extranjeras, digamos sobre todo las del norte planetario, sienten que ese  paladeo visual exagerado, cuando no la insolencia directa, las unta como a una tostada, hasta en ocasiones hacerlas crujir de bronca –si le respondo con los ojos, este depredador (mirá cómo me ponés) me devorará– sus maridos, novios, compañeros, o lo que fueran, también se preguntan a cuenta de qué les dirigen también a ellos ojeadas insistentes. Escaneados, los foráneos no terminan de entender si estos latinos fisgones son putos a los que les va el macho contra macho o, como suele pasar tantas veces en los países de Medio Oriente, el comercio de la mirada viril sería una carta de intrercambio silenciosa, en la que en el último párrafo puede llegar la propuesta inapropiada. 

Pero no, viajeros, no han entendido el código. En el incómodo examen que a ustedes les suele levantar tanta sospecha se juega eso de lo que poco y nada pensó Freud: histeria masculina (si el gringo me devuelve la mirada, me siento reconocido pero a la vez molesto, porque no sé si soy yo realmente a quien cree él dirigirse ni si seré, por tanto, quien en verdad le responderá), curiosidad provinciana (que se note la dignidad de mi sangre europea a través del color de mi pelo) y rivalidad anatómica y audacia (tengo mejor torax y mucha más cancha). 

Cuando se trata de medir las vergas, el porteño es capaz de sacar una de repuesto y engañar hasta al urólogo. ¡Cómo no va a desplegarse como pavo real ante la presencia de un vikingo! El rioplatense farolero jamás admitiría que lo confundan con un homosexual, por más que fije el ojo como un búho ahí donde no se debiera: “este gringo grandulón, por más atractivo que sea, a quien cree que le gana”. Cosas de la fatria universal en esta ciudad, en la que a principios del siglo veinte había sobreabundancia de varones interactuando en las calles, y las mujeres decentes no salían de la casa para no desafiar “los deberes patrióticos y sociales de su maternidad” (Alejandro Bunge, 1945). Poco después Gardel añoró, tango mediante, ese supuesto pasado en que “eran otros hombres más hombres los nuestros/ no se conocía cocó ni morfina”. Los excesos nocturnos del tanguero y el malevaje conocían dos placeres compensatorios: la íntima amistad entre varones, que sustituía el fracaso con las minas, y la cocaína, para vencer la flojera y poder seguir con la caminata, corte y quebrada hasta el amanecer. ¿Padecía, entonces, el heterosexual aspaventoso de una debilidad innata? La masculinidad sobreactuada y compensatoria de Buenos Aires era percibida también por Roberto Arlt como un fiasco que no llega al río. Si Martínez Estrada sostenía que el tango humillaba a la mujer no por un efecto de dominación sexual, sino porque el hombre en esa danza que imita a la cópula “pero no engendra placer” es “tan pasivo como ella”, opinaba algo parecido de la cultura del fan del fútbol: pasividad disimulada. Arlt, al darse cuenta de que la mujer ideal era un engaño, se lanzó decepcionado a la masturbación compulsiva y melancólica. 

Vale decir, entonces, que para muchos de nuestros escritores egregios la masculinidad supuestamente inobjetable del porteño, en realidad, nunca podía llegar al río por debilidad originaria, por más autobombo que se hiciera, y si llegaba como en el malevo imaginario de Borges era por el supuesto deber de develar un bluff: el poder del macho es prestado o lo usurpó, había que admitirlo, y alguna vez le llegaría carta documento color verde para que fuera devolviéndoselo a la historia. Una nueva masculinidad hospitalaria ante el huésped inesperado es posible. En eso se está. No te pongas mal, hermano.