Camila enamorada, con sus labios húmedos cargados de deseo, arrodillada para recibir la hostia en su boca de manos de Ladislao Gutiérrez, el novel sacerdote recién llegado al pueblo (amor prohibido si los hay), de quien se enamoró apasionadamente. Ladislao, con sus labios gruesos y carnosos, que la descubre repentinamente allí, arrodillada frente a él, deseante, y sus ojos se cargan de horror como quien se encuentra con el diablo de frente, y la rechaza. 

Esa escena de la película, como tantas otras, todavía resiste en la memoria de mi cuerpo, casi como si yo misma la hubiera vivido. 

La primera vez que ví Camila fue en mi adolescencia, cuando experimentaba mis primeros cosquilleos, mis primeros enamoramientos y desencuentros amorosos convertidos en tragedias griegas por la intensidad con que se vive todo a esa edad. 

Para esa época ya tomaba clases de teatro en la capital y sentía la enorme ilusión de ser actriz. De modo que inevitablemente después de ver Camila, de enamorarme de la película, me pasaba las tardes enteras en Munro, escondida en mi habitación, imitando secretamente a Susú. Me esforzaba por agitar la respiración como lo hacía ella, practicaba susurrar tan delicadamente como ella, tratando de captar ese encanto en su mirada, eso que me cautivaba de su manera de ser Camila.

Algunos años después, en un viejo televisor ubicado en la cocina de nuestra casa, volví a ver la película, y esa trágica escena final del fusilamiento de ambos me quebró por completo. No podía parar de llorar. Más de diez minutos después de los créditos y rodantes del film seguía llorando sin moverme de mi silla. Mi mamá, sentada en su máquina de coser, me miraba sin terminar de entender que me había pasado. Cómo explicarle el dolor que sentía, si ni yo misma lo comprendía. La volví a ver muchas veces más y siempre volvió a ser así. Pero con el tiempo dejó de importarme entender por qué y acepté que simplemente sucede y que es maravilloso que un film pueda conmovernos de esa manera. 

Hace unos meses volví a verla después de muchos años, por primera vez en una sala de cine y en una copia bellamente restaurada, y volví a emocionarme, pero esta vez al descubrirla como una nueva película. Quizás ahora –porque lo veía como mujer adulta– el largometraje se me reveló con una mirada y una lectura muy diferentes. Comprendí que la obra de María Luisa Bemberg además de narrar una historia de amor e injusticia, empodera a la mujer, celebra la libertad sexual femenina y el erotismo. Y sentí que nos habla directamente a las mujeres. 

Camila O’Gorman –mi querida Camila– se rebela contra el poder patriarcal y la opresión de la época, contra el sistema político que también es opresor y, sobre todo, desea. Desea en mayúsculas y desobedece los mandatos sin temer el castigo social o religioso. No es una mujer pasiva. Elige ser dueña de su propia vida y acciona. A ella le interesa la literatura, es curiosa y quiere casarse con el hombre que ama, y no con algún otro. La madre de Camila (interpretada por la preciosa actriz Elena Tasisto) tiene una célebre escena donde cuestiona al matrimonio comparándolo con la cárcel, y es implacable en su mirada sobre el lugar de la mujer en la sociedad. En esa escena, el padre de Camila sentencia que una mujer sola y libre es anarquía. Dice con voz firme y altanera: “La mujer soltera es un caos Camila, un desorden de la naturaleza. Para someter esa anarquía hay dos caminos: el convento o el matrimonio”. 

“Cuánto temor les produce que una mujer sea libre”, pienso por mi parte. En épocas de pañuelos verdes y pibas llenando las calles, militando el feminismo, aprendiendo el feminismo –porque todas estamos aprendiendo día a día–, pienso en María Luisa en aquella época, alzando la voz y desobedeciendo a su manera.

Entre las sorpresas que me regaló la vida, hace un mes surgió un viajé inesperado a la India para presentar La cama, mi primer largometraje como directora, en un festival de cine. Allí conocí a la maravillosa Uma Da Cunha, una mujer india, vivaz, activa, alegre y juvenil, de tan sólo 84 años. Ella trabaja como promotora del cine de autor de la India y es tutora de escritura de guiones. Fue natural que en pocas horas nos hiciéramos amigas y que charláramos sobre muchos temas que estábamos ávidas de conocer una de otra. Ella me contó que en la India los matrimonios aún se arreglan entre jefes de familia y que las mujeres deben pagar un importante dote al hombre por casarse con ellas. Además es mandato que uno debe casarse únicamente con alguien de su misma casta. Uma en cambio –al igual que Camila– soñaba casarse con un hombre que amara y admirara, y así lo reclamó. Su familia supo escucharla pero le advirtió entonces que ella debía hacerse cargo de su propio sustento. A Uma no le importó, nada la detuvo. Trabajó desde muy joven haciendo gala de su libertad y finalmente encontró ese amor anhelado en un hombre de origen portugués con quien todavía hoy comparte su vida. 

Uno de los últimos días que pasamos juntas en Kerala me dijo: “Yo tenía una amiga argentina muy querida, María Luisa Bemberg. Ella paraba en mi casa cada vez que visitaba la India. Era feminista, como yo”. Es increíble las vueltas que tiene la vida! Y las María Luisas y Umas y Camilas que están por ahí mezcladas entre la multitud, ejerciendo sus libertades, enseñándonos el camino a todxs.


Mónica Lairana es actriz y cineasta. Escribió y dirigió tres cortometrajes protagonizados por mujeres llamados Rosa, María y Emilia. Su primer largometraje, La cama, se estrenó en el Festival de Berlín y obtuvo los premios como Mejor Directora y Mejor Actriz en el Festival de Cine de Mar del Plata. Se puede ver todos los sábados de febrero a las 20.30 en el Centro cultural Recoleta.