La noticia no tuvo el formato ni la dimensión como para impactar en las primeras planas de los diarios. Apareció apenas como una “pequeña” diferencia del precio del gas, unos pocos centavos de dólar. Exactamente 4,62 dólares el millón de BTU, la unidad térmica británica que se utiliza para mensurar el fluido. “Unos pocos centavos” porque el gobierno estimaba que el precio quedaría por debajo de los 4,5 dólares. Hablamos del precio que resultó el pasado jueves de la primera subasta inversa en el nuevo mercado electrónico de gas ofertado por las empresas que lo extraen a las distrubuidoras que lo reparten para el consumo residencial. 

Los técnicos en las finanzas del sector ya argumentaron que el mayor precio se debe a la incidencia del seguro de cambio que deberán sacar las firmas que extraen el gas para preservar ingresos en moneda dura, ya que el precio comenzará a correr en las facturas de abril y se mantendrá hasta septiembre. También se redujeron de 75 a 65 días los plazos de pago, aunque las gasíferas pretendían 30. 

En octubre el precio del gas residencial volverá a actualizarse por inflación y tipo de cambio. Igual que su salario, lector. Lo concreto para su economía es que las tarifas de gas no aumentarán un 30 por ciento o menos como se esperaba, sino un 35 por ciento. Saldrá todo de su bolsillo. Si bien este aumento de precios es para el gas residencial, de hecho funciona como un piso para el industrial, por lo que más temprano que tarde se trasladará al precio de todas las cosas. No debe olvidarse que el gas es también uno de los insumos de las centrales térmicas de generación eléctrica.

De nuevo, pareciera que hablamos de un detalle técnico menor en, apenas, un mercado particular. Sin embargo estamos frente a las consecuencias de una de las políticas núcleo de la administración de la Alianza Cambiemos: la dolarización de las tarifas de los servicios públicos. 

Esta dolarización, que provocó un shock inicial en los precios relativos o básicos de la economía, se potenció con la duplicación del precio del dólar durante 2018. Se trata de uno de los mecanismos de transmisión por los cuales la devaluación, que es el aumento del precio del dólar, se traslada a los precios de todas las cosas. En consecuencia, esto provoca inflación.

Pero cómo la política económica es recesiva, los salarios, también un precio básico, no pueden recuperarse a la misma velocidad. Cuando hay recesión aumenta el desempleo, lo que reduce el poder de negociación de los trabajadores para recuperar lo perdido por los aumentos de precios. Para quienes dependen de ingresos fijos como los salarios, la pérdida es doble. Se pierde en términos relativos porque debe destinarse una porción mayor de los ingresos a pagar servicios y se pierde en términos absolutos porque los salarios caen por la suma de inflación más pérdida del poder de negociación.

Del otro lado del mostrador, las empresas energéticas, cuyos costos de “producción” sólo están parcialmente dolarizados, se aseguran ingresos en moneda dura, es decir relativamente a salvo de las fluctuaciones macroeconómicas internas.

Se suponía que este esquema, aplicado desde los primeros meses del nuevo gobierno, promovería el establecimiento de precios de venta internacionales que, a su vez, permitirían la rápida eliminación de los subsidios y la mitológica lluvia de inversiones. Las sucesivas devaluaciones demoraron la eliminación de los subsidios.

Mientras tanto, los únicos subsidios que se eliminaron progresivamente fueron los recibidos sobre los precios pagados por los consumidores. Los recibidos por la oferta no sólo se mantuvieron sino que, adicionalmente, se eligieron discrecionalmente nuevos beneficiarios entre los patrocinadores de la restauración neoliberal. El mejor ejemplo es el de la familia Rocca, experta en relaciones con el Estado. 

La única inversión que marcó un diferencial en Vaca Muerta, la nueva ciudad de los Césares del modelo cambiemita –y en el que se depositaron similares esperanzas a las que en los ‘90 se pusieron en Loma la Lata, aquel yacimiento que nos convertiría en país gasífero para siempre–, fue la realizada por Tecpetrol en Fortín de Piedra, emprendimiento que se llevó subsidios hasta cubrir los 7,5 dólares el millón de BTU para 17 millones de metros cúbicos diarios de gas. Esta superproducción se llevaba el 70 por ciento de los subsidios. 

La cadena de la felicidad duró hasta que pasó el lápiz rojo del FMI, pero no se cortó del todo. Este año la petrolera de Techint recibirá subsidios sobre 8,5 millones de metros cúbicos diarios, lo que significará seguramente una baja en su producción en relación a 2018, situación que hermanó al gremio petrolero con los reclamos empresarios, tensión que por estos días se mantiene en la cuenca neuquina.

Para el resto de la economía quedan los efectos macroeconómicos. Haber atado tarifas al precio del dólar en un país con escasez relativa de divisas asegura la suba constante de las tarifas y, en consecuencia, la persistencia de la inflación aun en contextos recesivos. Tanta coordinación a propósito no se consigue.