Dígame, le digo, ¿quién se cree que es para venir a hacerme reproches?

Humildemente, dice, le diré que soy, y no de hoy ni de ayer, el guardián de esta plaza. Y, mientras lo dice, veo cómo se acomoda una gorra gris topo, pero como no veo de sus cabellos más que los que crecen por sobre las patillas, espesas y anchas, me asalta la duda respecto de si será calvo. También noto que la gorra tiene un botón metálico en la proa y que allí sí brillan, fuertes, el sol naciente y el majestuoso río que recorre la ciudad. A fuerza de sincero anotaré que lo veo mientras no dejo de mirar centralmente el gesto de estupor que, en el rostro tiene, aún sentada en el mismo banco de plaza que yo, ella, pero no sabría precisar si alguna especie de rubor la condiciona.

Ella trata de entender con quién es que habla él. Podría jurar que está peleando con el guardián de la plaza, si no fuera porque están en una época de un siglo, en una plaza adentro de un mundo donde los guardianes de plaza hace tiempo que no existen. Ni nadie los recuerda. Así que lo mira, ella, una y otra vez. Y entre una y otra vez que lo observa, mira hacia donde él mira y se pone a imaginar cómo un hombre sería capaz de imponer su autoridad con el simple gesto de acomodar una gorra que podría ser gris, acaso más ancha. Y en tren de imaginar, lo imagina calvo. Pero sin patillas.

Todos los guardianes de plaza -recuerda- son completamente calvos a excepción de alguno que, sobre la coronilla, se permite el lujo de pocos cabellos escarolados grises que, a contraluz de todo sol de plaza, le dan un aspecto irisado, como de santo de vitral o Cayetano de iglesia.

Será, entonces, que hay santos y guardianes de plaza, aventura ella. Lo que no comprende es qué pasó que nunca se le dio por hablar con ninguno, ni siquiera se ha detenido, aunque sea de pasada, a prestarles un poquito de atención, la mínima necesaria para reconocer su existencia. Y eso que siempre le gustaron los vitrales. Los de iglesia y los de Cayetano. Y, si bien no termina de comprender qué es lo que está pasando, ni es capaz de ubicarse en tiempo y espacio, se pone a pensar si será que también todos los santos son casi completamente pelados. Pero por más esfuerzo que hace no logra recordar cómo eran San Agustín o San José, ni siquiera San Antonio que tantas satisfacciones supo prestarle. Y, puesta a discurrir, sin poder ya parar en la escalada de cavilaciones, se pregunta si habrá santos guardianes de plaza o, por qué no, guardianes de plaza santos. A él le encantaría que ella le formulara todas esas preguntas, pero ella insiste en guardárselas, no le gusta que la encierren en una única respuesta.

Quizás, el secreto que se esconde bajo la refulgente gorra gris sea una tonsura, a la moda de Cayetano, el santo de la iglesia de la otra cuadra: los hombres que han pasado mucho tiempo en librerías tienen tonsura, esa calvicie parca que sólo alcanza un fragmento limitado de la cabeza, como una kipá.

¿Una kipá de pelada? Ella continúa con las preguntas que ningún santo sabría responderle. Además, a qué viene tanta historia con el pelo (o su ausencia) de los guardianes de plazas. Y qué es esa nueva manía de acusar de guardián de plaza a todo tipo que use gorra o sea pelado. A veces, sólo a veces (y sobre todo cuando no hay humedad), percibe que le cuesta comprenderlo. Él suele perderse en universos paralelos donde ella tiene prohibido pasar y es ahí que aparecen las dificultades. Ciertamente no le gusta cuando se pone a hablar con santos en cualquier banco de plaza. Le parece inadecuado, acaso por lo indiscreto del espacio, siempre lleno de chiquitos y palomas. Por eso se enoja y es cuando se enoja que se ruboriza. 

No deberían estar acá dice, después de agacharse y hablar por lo bajo, el guardián de la plaza. A veces, agrega mientras mira hacia un punto más allá de la araucaria, es mejor saber adónde no estar que hacia dónde ir.