Escribí este cuento hace tiempo para la Oficina Perambulante, el proyecto editorial autogestivo y artesanal que empecé hace dos años y que a la fecha tiene un catálogo que supera los cincuenta títulos, entre propios y ajenos. Por ese entonces me puse a escribir un sinnúmero de historias breves, relatos de no más de cuatro carillas, la extensión ideal para los libros de pequeño formato cuyas tapas están confeccionadas con cartones que encuentro por las calles. 

Por primera vez, leí en público “Un relato infantil” a los alumnos y alumnas de una escuela primaria de La Plata que me entrevistaron sobre el asunto de pensarse como escritor y de dónde salen las historias que uno cuenta. Llevé mis libros. Me ofrecieron café y galletitas dulces. Era una tarde cálida en la que respondí no menos de veinte preguntas. En la entrada de la biblioteca había un cartel que preguntaba por Santiago Maldonado. La lectura del cuento venía bien –la que van a leer en este suplemento es una versión amplificada–; cada tanto alguien soltaba una risita que tomé como aprobaciones parciales. Lo leí con el tono residual mexicano que me quedó en la voz, después de haber vivido varios años en la ciudad de Puebla. 

Todo iba bien hasta que llegué al tramo siguiente: “Y así se iban. Los del pueblo subieron a los techos de sus casas, por recomendación de los integrantes de la banda. Así podían ver cómo ellos se llevaban al hombre y su garrote hasta la garganta del río. Y verlo, de paso, ahogándose”. Se me hizo un nudo en la garganta. El silencio en la biblioteca –apenas captado por alumnas y alumnos, comentado después por las maestras– fue idéntico al que queda cuando alguien rasga una hoja de papel. Era la realidad rasgándose. Y en ella la fuerza de las ficciones –escritas o leídas– cuando se diseminan en la espesura de la vida. 

Este relato, para mí, será siempre ese momento.