Viernes, 18 horas, en Capital Federal. Cae la tarde con el peso de un cielo gris encapotado y una humedad que hace transpirar el asfalto. “Te voy a saludar por la ventana, chirusa”, me escribe la Wayar a sabiendas de que estoy corriendo por el subte para llegar a Retiro. Bañada en sudor alcanzo el micro, allí Marlene hace fila en similares condiciones. Semejante esfuerzo no es capricho: el deseo de estar allá es por invitación de las rosarinas que planean un encuentro trava y un festival a toda pompa frente al río.

Ni bien llegadas, tuvimos un leve desencuentro en la terminal, cosa que nunca dura tanto. La gente tarda poco en señalar con su acostumbrada sutileza la geografía de una trava. Las compañeras Michelle Vargas y Ayelén Beker nos esperaban. Un abrazo fuerte y las noticias mientras recorríamos la ciudad: la cumbre sería al día siguiente y el domingo, el festival.

Al día siguiente, al caer la noche comenzamos a caer a la esquina de Sarmiento y 27 de febrero. “La casa de las Locas”, el lugar escogido, es hogar de Comunidad Trans y revista La Tetera. De a cuenta gotas nos volvimos muchas, y cuando estuvieron prendidas las brasas y armada la ronda, comenzamos. Las intenciones fueron claras: hay necesidad de unirnos y queremos hablar en respeto, dijeron las coordinadoras. Más, el intercambio tuvo sus dificultades en la ida y vuelta, tanto como en cualquier lugar en donde más de 20 personas intentan compartir la palabra y la escucha. Pero había algo más que dificultaba el intercambio, y tiene más o menos relación con la huella que deja la marginación como manifestación constante del odio social que nos cargan: una desconfianza transversal a lxsotrxs y a nuestrxs pares, y una necesidad de recordar que existo más allá de la (ajena) voluntad de nadie, salvo por la mía propia, sin más. Existo más allá de las normas sociales que me han negado históricamente. He resistido porque insistí en hacer por/de mí a pesar de lo que han hecho conmigo. ¿Y qué hago con un mundo que me niega a cada paso? Pues, negar un poco el mundo. Eso es lo que percibo en cada compañera que se tropieza de orgullo, lo que no se trata tan sencillamente de soltarlo cuando es lo único que te ayuda a no caer del mapa, entre tanto exceso y más aún, tanta falta. Es gracias a ese orgullo que las locas pueden gritar que son sobrevivientes de la miseria afectiva, la económica, la moral; sobrevivientes de una cosmovisión que se dedica a extinguirnos y que por eso le hemos puesto fecha de vencimiento. 

La cumbre terminó sin conclusión, aunque en palabras de la Susy, quizás fue en sí misma la mejor conclusión. Necesitamos seguir proyectando encuentros, que nos permitan profundizar la cooperación entre nosotras. No somos ni el Vaticano ni el FMI para competir sin tener que poner el cuerpo. No nos sirven sus métodos. Nos sirve el encuentro y es en esto que las hermanas rosarinas se adelantan, porque ellas participan del mismo espacio más allá de cual sea la que lo organizó. Algo que en Buenos Aires no se ve hace tiempo. Aprender de las compañeras es ver a Michelle Mendoza, por nombrar sólo a una, siendo puente entre tantas, ver a todas las que desmalezan a machete y tacón la selva de nuestras imposibilidades, yendo todos los días a compartir al centro de día un rato. 

El día siguiente fue culminación de esta capacidad de celebrar nuestra rabia colectivamente. Compartida la tarde con muchas tortitas y maricas (y familias bien constituidas en su domingo playero) que estaban en la costanera, las travas hicimos la tarde nuestra. Podría estar horas contando el ingenio de las humoristas, la dulzura de la Beker, el semillero cantar de la Susy. Pero la imagen de la tarde fue una trava grande que se grabó en mi retina. Una nube pasajera amenazó al evento, y para el momento más ventoso les tocaba a “las reparadas” (compañeras con reparación histórica por persecución de la dictadura) actuar. Una de ellas, alta y con una sonrisa ancha que llevaba corsé y corona de plumas blancas subió al escenario cantando algo de un mundo de fantasías. Las plumas se arremolinaban al viento, y ella bailaba lenta, inmutable. Su deseo inextinguible. Su potencia de vida inacabable. No temía a la tormenta porque era con ella, y sin embargo, le recordaba a gritos a la adversidad con todo el cuerpo, como diciendo “no te olvides que yo también soy lluvia. No te olvides que también soy río. No te olvides que también tengo esencia propia, que he sido siempre mía, aunque baile contigo.”