Según declaraciones del director Oscar Catacora durante el estreno mundial de Wiñaypacha en el Festival de Lima, sus abuelos paternos estuvieron a cargo de su crianza en las alturas montañosas del distrito de Ácora, en el sur del Perú, durante un par de temporadas. Fue en ese momento que el idioma aimara (el único que se escucha en la película) le fue transmitido oralmente al futuro realizador, que abandona el estilo de sus anteriores esfuerzos, El sendero del chulo y La venganza del Súper Cholo –coqueteos con el cine de gangsters y el de superhéroes en plan conscientemente poco refinado–, para escribir y dirigir un largometraje que es deudor tanto de las enseñanzas del neorrealismo como de los tiempos y la estética de ciertos “cines periféricos” contemporáneos. Un film que, en parte por ello mismo, evidencia unas incontenibles ansias de participación en festivales internacionales. Wiñaypacha es también un proyecto familiar: un repaso por los títulos de cierre confirma el apellido Catacora en los más diversos roles, incluida la actuación central de Vicente Catacora, abuelo materno del director y actor debutante.

Más allá de los elementos autobiográficos que la historia pueda o no contener y de la presencia de una pareja de ancianos como únicos protagonistas, lo cierto es que la historia de Wiñaypacha (traducido al español como “eternidad”) es tan universal como únicas sus particularidades geográficas, lingüísticas y culturales. Willka y Phaxsi viven en una tradicional casita de piedras y paja en un lugar aislado, en medio de las montañas. Su estilo de vida, marcado por la circularidad de una cosmovisión milenaria, escasamente contaminada por la modernidad, podría hacer pensar que la historia transcurre hace cincuenta, cien o doscientos años. Sólo la presencia de una caja de fósforos y el recuerdo constante de un hijo que se marchó a la gran ciudad –y que no los visita desde hace demasiado tiempo– traicionan esa sensación de atemporalidad. Willka y Phaxsi (Sol y Luna en aimara) llevan a pastar a las cabras, mastican coca para combatir el cansancio, celebran el legado de sus antepasados en una ceremonia, se pasan mutuamente un ovillo de lana que servirá para tejer un nuevo poncho, arreglan el techo que ha comenzado a dejar pasar el agua de la lluvia. Eso mismo que vienen haciendo desde hace décadas, desde pequeños –como lo hicieran también sus padres y abuelos–, sólo que ahora con algunos achaques lógicos de la edad.

Durante los primeros minutos de proyección, al tiempo que la cámara registra acciones y objetos con un lente antropológico, resulta difícil no advertir cierto pintoresquismo, favorecido en parte por la belleza natural de los paisajes andinos y la cualidad fotográfica de los planos, fijos y usualmente extensos. Ese cuidado primoroso en los encuadres choca a veces con la tosquedad de las actuaciones y una tendencia a explicitar las emociones de los personajes a través de los diálogos. Es algo que, de a poco, va perdiendo fuerza frente a la lógica interna de la narración, que va construyéndose como una fábula realista. La idea de un mundo en peligro de extinción y la antinomia entre visiones diferentes, representadas por la pareja y su hijo “perdido” en la civilización, se entrelazan con las señales de los dioses y los malos augurios, transformados en golpes reales en la vida cotidiana de los protagonistas. Es allí cuando Catacora, como Phaxsi cuando le pide al viento que deje su flojera, parece invocar a los espíritus de la parábola para intentar detener el abandono y el deterioro de aquellos que están más cerca de la muerte: los ancianos y las culturas originarias.